Literatura del Litoral Argentino
Horacio Quiroga es quizás el mayor cuentista de la literatura latinoamericana en lengua castellana. Nació en Salto (Uruguay) en 1878. Era hijo del vicecónsul argentino. Realizó sus estudios secundarios en Montevideo. Se interesó por el ciclismo, la química, la fotografía y el periodismo y la literatura. En su juventud viajó a Europa; luego volvió a Montevideo, y posteriormente se trasladó a Buenos Aires, a casa de su hermana. Comenzó a trabajar como profesor de Castellano en el Colegio Británico. Publicó algunos libros, pues para ese entonces había logrado algunos premios.
Alrededor de 1904, con una herencia paterna, se trasladó a la Provincia de Chaco para encarar una plantación de algodón. Fracasado este intento, regresó a Buenos Aires a desempeñarse nuevamente en la docencia, recomendado por su amigo y eximio poeta, Leopoldo Lugones, con quien había realizado un viaje de estudios a las misiones guaraníticas. En 1906 compró unas fracciones de tierras en Misiones, en los alrededores de San Ignacio, con planes accesibles que brindaba el Gobierno Nacional. Se radicó allí con su esposa Ana M. Cirés. Allí fue Juez de Paz y oficial del Registro Civil de esa Provincia.
Al suicidarse su esposa, regresó a Buenos Aires. Se desempeñó en un empleo del Consulado uruguayo en Argentina. Publicó algunos libros. Y al tiempo de contraer nuevamente matrimonio con María E. Bravo, se trasladó nuevamente a Misiones con su familia (en 1932). Allí vivió unos cuatro o cinco años, hasta que quedó solo en la selva y enfermó. Regresó a Buenos Aires a internarse en el Hospital de Clínicas, y al enterarse de su enfermedad: cáncer de próstata, puso fin a su vida en ese Hospital, voluntariamente, en 1937. Entre sus libros de cuentos más conocidos se encuentran: "Cuentos de amor, de locura y de muerte" (1917), "El desierto" (1924), "La gallina degollada y otros cuentos" (1925), "Los desterrados" (1926) al que pertenece el texto que se presenta aquí. También son libros de su autoría: "Cuentos de la selva" y "Los cuentos de mis hijos".
LOS DESTILADORES DE NARANJA (cuento de Misiones)
El hombre apareció un mediodía, sin que se sepa cómo ni por dónde. Fue visto en todos los bolichea de Iviraromí, bebiendo como no se había visto beber a nadie, si se exceptúan Rivet y Juan Brown. Vestía bombachas de soldado paraguayo, zapatillas sin medias y una mugrienta boina blanca terciada sobre el ojo. Fuera de beber, el hombre no hizo otra cosa que cantar alabanzas a su bastón -un nudoso palo sin cáscara-, que ofrecía a todos los peones para que trataran de romperlo. Uno tras otro los peones probaron sobre las baldosas de piedra el bastón milagroso que, en efecto, resista a todos los golpes. Su dueño, recostado de espaldas al mostrador y cruzado de piernas, sonreía satisfecho. Al día siguiente el hombre fue visto a la misma hora y en los mismos boliches, con su famoso bastón. Desapareció luego, hasta que un mes más tarde se lo vio desde el bar avanzar al crepúsculo por entre las ruinas, en compañía del químico Rivet. Pero esta vez supimos quién era.
Hacia 1800, el gobierno del Paraguay contrató a un buen número de sabios europeos, profesores de universidad, los menos, e industriales, los más. Para organizar sus hospitales, el Paraguay solicitó los servicios del doctor Else, joven y brillante biólogo sueco que en aquel país nuevo halló ancho campo para sus grandes fuerzas de acción. Dotó en cinco años a los hospitales y sus laboratorios de una organización que en veinte años no hubieran conseguido otros tantos profesionales- Luego, sus bríos se aduermen. El ilustre sabio paga al país tropical el pesado tributo que quema como en alcohol la actividad de tantos extranjeros, y el derrumbe no se detiene ya. Durante quince o veinte años nada se sabe de él. Hasta que por fin se lo halla en Misiones, con sus bombachas de soldado y su boina terciada, exhibiendo como única finalidad de su vida el hacer comprobar a todo el mundo la resistencia de su palo.
Este hombre cuya presencia decidió al manco a realizar el sueño de sus últimos meses: la destilación alcohólica de naranjas.
El manco, que ya hemos conocido con Rivet en otro relato, tenía simultáneamente en el cerebro tres proyectos para enriquecerse, y uno o dos para su diversión. Jamás había poseído un centavo ni un bien particular, faltándole además un brazo que había perdido en Buenos Aires con una manivela de auto. Pero con su solo brazo, dos mandiocas cocidas y el soldador bajo el muñón, se consideraba el hombre más feliz del mundo. -¿Qué me falta? -solfa decir con alegría, agitando su solo brazo.
Su orgullo, en verdad, consistía en un conocimiento más o menos hondo de todas las artes y oficios, en su sobriedad ascética y en dos tomos de L'Eneyclopédie. Fuera de esto, de su eterno optimismo y su soldador, nada poseía. Pero su pobre cabeza era en cambio una marmita bullente de ilusiones, en que los inventos industriales le hervían con más frenesí que las mandiocas de su olla. No alcanzándole sus medios para aspirar a grandes cosas, planeaba siempre pequeñas industrias de consumo local, o bien dispositivos asombrosos para remontar el agua por filtración, desde el bañado del Horqueta hasta su casa.
En el espacio de tres años, el manco había ensayado sucesivamente la fabricación de maíz quebrado, siempre escaso en la localidad; de mosaicos de bleck y arena ferruginosa; de turrón de maní y miel de abejas; de resina de incienso por destilación seca; de cáscaras abrillantadas de apepú, cuyas muestras habían enloquecido de gula a los mensús; de tintura de lapacho, precipitada por la potasa; y de aceite esencial de naranja, industria en cuyo estudio lo hallamos absorbido cuando Else apareció en su horizonte.
Preciso es observar que ninguna de las anteriores industrias había enriquecido a su inventor, por la sencilla razón de que nunca llegaron a instalarse en forma. -¿Qué me falta? -repetía contento, agitando el muñón-. Doscientos pesos. ¿Pero de dónde los voy a sacar?
Sus inventos, cierto es, no prosperaban por la falta de esos miserables pesos. Y bien se sabe que es más fácil hallar en Iviraromí un brazo de más, que diez pesos prestados. Pero el hombre no perdía jamás su optimismo, y de sus contrastes brotaban, más locas aún, nuevas ilusiones para nuevas industrias.
La fábrica de esencia de naranja fue, sin embargo, una realidad. Llegó a instalarse de un modo tan inesperado como la aparición de Else, sin que para ello se hubiera visto corretear al manco por los talleres yerbateros más de lo acostumbrado. El manco no tenía más material mecánico que cinco o seis herramientas esenciales, fuera de su soldador. Las piezas todas de sus máquinas salían de la casa del uno, del galón del otro, como las palas de su rueda Pelton, para cuya confección utilizó todos los cucharones viejos de la localidad. Tenía que trotar sin descanso tras de un metro de caño o una chapa oxidada de cinc, que él, con su solo brazo y ayudado del muñón, cortaba, torcía, retorcía y soldaba con su enérgica fe de optimista. Así sabemos que la bomba de su caldera provino del pistón de una vieja locomotora de juguete, que el manco llegó a conquistar de su infantil dueño contándole cien veces cómo había perdido el brazo, y que los platos del alambique (su alambique no tenía refrigerante vulgar de serpentín, sino de gran estilo, de platos) nacieron de las planchas de cinc puro con que un naturalista fabricaba tambores para guardar víboras.
Pero lo más ingenioso de su nueva industria era la prensa para extraer jugo de naranja. Constituíala un barril perforado con clavos de tres pulgadas, que giraba alrededor de un eje horizontal de madera. Dentro de ese erizo, las naranjas rodaban, tropezaban con los clavos y se deshacían brincando; hasta que transformadas en una pulpa amarilla sobrenadada de aceite, iban a la caldera.
El único brazo del manco valía en el tambor medio caballo de fuerza, aun a pleno sol de Misiones, y bajo la gruesísima y negra camiseta de marinero que el manco no abandonaba ni en el verano. Pero como la ridícula bomba de juguete requería asistencia casi continua, el destilador solicitó la ayuda de un aficionado que desde los primeros días pasaba desde lejos las horas observando la fábrica, semioculto tras un árbol.
Llamábase este aficionado Malaquías Ruvidarte. Era un muchachote de veinte años, brasileño y perfectamente negro, a quien suponíamos virgen -y lo era-, y que habiendo ido una mañana a caballo a casarse a Corpus, regresó a los tres días de noche cerrada, borracho y con dos mujeres en anca.
Vivía con su abuela en un edificio curiosísimo, conglomerado de casillas hechas con cajones de kerosene, y que el negro arpista iba extendiendo y modificando de acuerdo con las novedades arquitectónicas que advertía en los tres o cuatro chalets que se construían entonces. Con cada novedad, Malaquías agregaba o alzaba un ala de su edificio, y en mucho menor escala. Al punto que las galerías de sus chalets de alto tenían cincuenta centímetros de luz, y por las puertas apenas podía entrar un perro. Pero el negro satisfacía así sus aspiraciones de arte, sordo a las bromas de siempre.
Tal artista no era el ayudante por dos mandiocas que precisaba el manco. Malaquías dio vueltas al tambor una mañana entera sin decir una palabra, pero a la tarde no volvió. Y la mañana siguiente estaba otra vez instalado observando tras el árbol. Resumamos esta fase: el manco obtuvo muestras de aceite esencial de naranja dulce y agria, que logró remitir a Buenos Aires. De aquí le informaron que su esencia no podía competir con la similar importada, a causa de la alta temperatura a que se la había obtenido. Que sólo con nuevas muestras por presión podrían entenderse con él, vistas las deficiencias de la destilación, etc., etc.
El manco no se desanimó por esto. -¡Pero es lo que yo decía! -nos contaba a todos alegremente, cogiéndose el muñón tras la espalda-. ¡No se puede obtener nada a fuego directo! ¡Y quE voy a hacer con la falta de plata!
Otro cualquiera, con más dinero y menos generosidad intelectual que el manco, hubiera apagado loa fuegos de su alambique. Pero mientras miraba melancólico su máquina remendada, en que cada pieza eficaz había sido reemplazada por otra sucedánea, el manco pensó de pronto que aquel cáustico barro amarillento que se vertía del tambor, podía servir para fabricar alcohol de naranja. Él no era fuerte en fermentación; pero dificultades más grandes había vencido en su vida. Además, Rivet lo ayudaría.
Fue en este momento preciso cuando el doctor Else hizo su aparición en Iviraromí. El manco había sido el único individuo de la zona que, como había acaecido con Rivet, respetó al nuevo caído. Pese al abismo en que habían rodado uno y otro, el devoto de la gran Encyclopédie no podía olvidar lo que ambos ex hombres fueran un día. Cuantas chanzas (¡y cuán duras en aquellos analfabetos de rapiña!) se hicieron al manco sobre sus dos ex hombres, lo hallaron siempre de pie. -La caña los perdió -respondía con seriedad sacudiendo la cabeza-. Pero saben mucho...
Debemos mencionar aquí un incidente que no facilitó el respeto local hacía el ilustre médico.
En los primeros días de su presencia en Iviraromí un votino había llegado hasta el mostrador del boliche a rogarle un remedio para su mujer que sufría de tal y cual cosa. Else lo oyó con suma atención, y volviéndose al cuadernillo de estraza sobre el mostrador, comenzó a recetar con mano terriblemente pesada. La pluma se rompía. Else se echó a reír, más pesadamente aún, y estrujó el papel, sin que se le pudiera obtener una palabra más. -¡Yo no entiendo de esto! -repetía tan sólo. El manco fue algo más feliz cuando acompañándolo esa misma siesta hasta el Horqueta, bajo un cielo blanco de calor, lo consultó sobre las probabilidades de aclimatar la levadura de caña al caldo de naranja, en cuánto tiempo podría aclimatarse, y en qué porcentaje mínimo.
-Rivet conoce esto mejor que yo -murmuró Else. -Con todo -insistió el manco-. Yo me acuerdo bien de que los sacaromices iniciales...
Y el buen manco se despachó a su gusto. Else, con la boina sobre la nariz para contrarrestar la reverberación, respondía en breves observaciones, y como a disgusta. El manco dedujo de ellas que no debía perder el tiempo aclimatando levadura alguna de caña, porque no obtendría sino caña, ni al uno por cien mil. Que debía esterilizar su caldo, fosfatearlo bien, y ponerlo en movimiento con levadura de Borgoña, pedida a Buenos Aires. Podía aclimatarla, si quería perder el tiempo; pero no era indispensable... El manco trotaba a su lado, ensanchándose el escote de la camiseta de entusiasmo y calor.
-¡Pero soy feliz! -decía-. ¡No me falta ya nada! ¡Pobre manco! Faltábale precisamente lo indispensable para fermentar sus naranjas: ocho o diez bordelesas vacías, que en aquellos días de guerra valían más pesos que los que él podría ganar en seis meses de soldar día y noche.
Comenzó, sin embargo, a pasar días enteros de lluvia en los almacenes de los yerbales, transformando latas vacías de nafta en envases de grasa quemada o podrida para alimento de los peones; y a trotar por todos los boliches en procura de los barriles más viejos que para nada servían ya, Más tarde Rivet y Else -tratándose de alcohol de noventa grados- lo ayudarían, con toda seguridad...
Rivet lo ayudó, en efecto, en la medida de sus fuerzas, pues el químico nunca había sabido clavar un clavo. El manco solo abrió, desarmó, raspó y quemó una tras otra las viejas bordelesas con medio dedo de poso violeta en cada duela, tarea ligera, sin embargo, en comparación con la de armar de nuevo las . bordelesas, y a la que el manco llegaba con su brazo y cuarto tras inacabables horas de sudor.
Else había ya contribuido a la industria con cuanto se sabe hoy mismo sobre fermentos; pero cuando el manco le pidió que dirigiera el proceso fermentativo, el ex sabio se echó a reír, levantándose. -¡Yo no entiendo nada de esto! -dijo recogiendo su bastón bajo el brazo. Y se fue a caminar por allí, más rubio, más satisfecho y más sucio que nunca.
Tales paseos constituían la vida del médico. En todas las picadas se lo hallaba con sus zapatillas sin medias y su continente eufórico. Fuera de beber en todos los boliches y todos los días, de 11 a 16, no hacía nada más. Tampoco frecuentaba el bar, diferenciándose en esto de su colega Rivet. Pero en cambio solía haIlárselo a caballo a altas horas de la noche, cogido de las orejas del animal, al que llamaba su padre y su madre, con gruesas risas. Paseaban así horas enteras al tranco, hasta que el jinete caía por fin a reír del todo.
A pesar de esta vida ligera, algo había sin embargo capaz de arrancar al ex hombre de su limbo alcohólico; y esto lo supimos la vez que con gran sorpresa de todos, Else se mostró en el pueblo caminando rápidamente, sin mirar a nadie. Esa tarde llegaba su hija, maestra de escuela en Santo Pipó, y que visitaba a su padre dos o tres veces en el año.
Era una muchachita delgada y, vestida de negro, de aspecto enfermizo y mirar hosco. Ésta fue por lo menos la impresión nuestra cuando pasó por el pueblo con su padre en dirección al Horqueta. Pero según lo que dedujimos de los informes del manco, aquella expresión de la maestrita era sólo para nosotros, motivada por la degradación en que había caído su padre y a la que asistíamos día a día.
Lo que después se supo confirma esta hipótesis. La chica era muy trigueña y en nada se parecía al médico escandinavo. Tal vez no fuera hija suya; él por lo menos nunca lo creyó. Su modo de proceder con la criatura lo confirma, y sólo Dios sabe cómo la maltratada y abandonada criatura pudo llegar a recibirse de maestra, y a continuar queriendo a su padre. No pudiendo tenerlo a su lado, ella se trasladaba a verlo dondequiera que él estuviese. Y el dinero que el doctor Else gastaba en beber, provenía del sueldo de la maestrita.
El ex hombre conservaba, sin embargo, un último pudor: no bebía en presencia de su hija. Y este sacrificio en aras de una chinita a quien no creía hija suya, acusa más ocultos fermentos que las reacciones ultracientíficas del pobre manco.
Durante cuatro días, en esta ocasión, no se vio al médico por ninguna parte. Pero aunque cuando apareció otra vez por los boliches estaba más borracho que nunca, se pudo apreciar en los remiendos de toda su ropa, la obra de su hija.
Desde entonces, cada vez que se veía a Else fresco y serio, cruzando rápido en busca de harina y grasa, todos decíamos: -En estos días debe de llegar su hija. Entretanto, el manco continuaba soldando a horcajadas techos de lujo, y en los días libres, raspando y quemando duelas de barril.
No fue sólo esto: habiendo ese año madurado muy pronto las naranjas por las fortísimas heladas, el manco debió también pensar en la temperatura de la bodega, a fin de que el frío nocturno, vivo aún en ese octubre, no trastornara la fermentación. Tuvo así que forrar por dentro su rancho con manojos de paja despeinada, de modo tal que aquello parecía un hirsuto y agresivo cepillo. Tuvo que instalar un aparato de calefacción, cuyo hogar constituíalo un tambor de - acaroína, y cuyos tubos de tacuara daban vueltas por entre las pajas de las paredes, a modo de gruesa serpiente amarilla. Y tuvo que alquilar -con arpista y todo, a cuenta del alcohol venidero- el carrito de ruedas macizas del negro Malaquías, quien de este modo volvió a prestar servicios al manco, acarreándole naranjas desde el monte con su mutismo habitual y el recuerdo melancólico de sus dos mujeres. Un hombre común se hubiera rendido a medio camino. El manco no perdía un instante su alegre y sudorosa fe. -¡Pero no nos falta ya nada! -repetía haciendo bailar a la par del brazo entero su muñón optimista-: ¡Vamos a hacer una fortuna con esto! Una vez aclimatada la levadura de Borgoña, el manco y Malaquías procedieron a llenar las cubas. El negro partía las naranjas de un tajo de machete, y el manco las estrujaba entre sus dedos de hierro; todo con la misma velocidad y el mismo ritmo, como si machete y mano estuvieran unidos por la misma biela.
Rivet los ayudaba a veces, bien que su trabajo consistiera en ir y venir febrilmente del colador de semillas a los barriles, a fuer de director. En cuanto al médico, había contemplado con gran atención estas diversas operaciones, con las manos hundidas en los bolsillos y el bastón bajo la axila. Y ante la invitación a que prestara su ayuda, se había echado a reír, repitiendo como siempre: -¡Yo no entiendo nada de estas cosas! Y fue a pasearse de un lado a otro frente al camino deteniéndose en cada extremo a ver si venia un transeúnte. No hicieron los destiladores en esos duros días más que cortar y cortar, estrujar y estrujar naranjas bajo un sol de fuego y almibarados de zumo de la barba a los pies. Pero cuando los primeros barriles comenzaron a alcoholizarse en una fermentación tal que proyectaba a dos dedos sobre el nivel una llovizna de color topacio, el doctor Else evolucionó hacia la bodega caldeada, donde el manco se abría el escote de entusiasmo.
- ¡Y ya está! -decía-. ¿Qué nos falta ahora? ¡Unos cuantos pesos más, y nos hacemos riquísimos!
Else quitó uno por uno los tapones de algodón de los barriles, y aspiró con la nariz en el agujero el delicioso perfume del vino de naranja en formación, perfume cuya penetrante frescura no se halla en caldo otro alguno de fruta. EL médico levantó luego la vista a las paredes, al revestimiento amarillo de erizo, a la cañerla de víbora que se desarrollaba oscureciéndose entre las pajas en un vaho de aire vibrante, y sonrió un momento con pesadez. Pero desde entonces no se apartó de alrededor de la fábrica.
Aún más, se quedó a dormir allí. Else vivía en una chacra del manco, a orillas del Horqueta. Hemos omitido esta opulencia del manco, por la razón de que el gobierno nacional llama chacras a las fracciones de 25 hectáreas de monte virgen o pajonal, que vende al precio de 75 pesos la fracción, pagaderos en 6 años.
La chacra del manco consistía en un bañado solitario donde no había más que un ranchito aislado entre un círculo de cenizas, y zorros entre las pajas. Nada más. Ni siquiera hojas en la puerta del rancho.
El médico se instaló, pues, en la fábrica de las ruinas, retenido por el bouquet naciente del vino de naranja. Y aunque su ayuda fue la que conocemos, cada vez que en las noches subsiguientes el manco se despertó a vigilar la calefacción, halló siempre a Else sosteniendo el fuego. El médico dormía poco y mal; y pasaba la noche en cuclillas ante la lata de acaroína, tomando mate y naranjas caldeadas en las brasas del hogar.
La conversión alcohólica de las cien mil naranjas concluyó por fin, y los destiladores se hallaron ante ocho bordelesas de un vino muy débil, sin duda, pero cuya graduación les aseguraba asimismo cien litros de alcohol de 50 grados, fortaleza mínima que requería el paladar local.
Las aspiraciones del manco eran también locales; pero un especulativo como él, a quien preocupaba ya la ubicación de los transformadores de corriente en el futuro cable eléctrico desde el Iguazú hasta Buenos Aires, no podía olvidar el aspecto puramente ideal de su producto. Trotó en consecuencia unos días en procura de algunos frascos de cien gramos para enviar muestras a Buenos Aires, y aprontó unas muestras, que alineó en el banco para enviarlas esa tarde por correo. Pero cuando volvió a buscarlas no las halló, y sí al doctor Else, sentado en la escarpa del camino, satisfechísimo de sí y con el bastón entre las manos, incapaz de un solo movimiento.
La aventura se repitió una y otra vez, al punto de que el pobre manco desistió definitivamente de analizar su alcohol: el médico, rojo, lacrimoso y resplandeciente de euforia, era lo único que hallaba. No perdía por esto el manco su admiración por el ex sabio.
-¡Pero se lo toma todo! -nos confiaba de noche en el bar-. ¡Qué hombre! ¡No me deja una sola muestra!
Al manco faltábale tiempo para destilar con la lentitud debida, e igualmente para desechar las flegmas de su producto. Su alcohol sufría así de las mismas enfermedades que su esencia, el mismo olor viroso, e igual dejo cáustico. Por consejo de Rivet transformó en bitter aquella imposible caña, con el solo recurso de apepú, y oruzú, a efectos de la espuma.
En este definitivo aspecto entró el alcohol de naranja en el mercado. Por lo que respecta al químico y su colega, lo bebían sin tasa tal como goteaba de los platos del alambique con sus venenos cerebrales.
Una de esas siestas de fuego, el médico fue hallado tendido de espaldas a través del desamparado camino al puerto viejo, riéndose con el sol a plomo. -Si la maestrita no llega uno de estos días -dijimos nosotros-, le va a dar trabajo encontrar dónde ha muerto su padre.
Precisamente una semana después supimos por el manco que la hija de Else llegaba convaleciente de gripe.
-Con la lluvia que se apronta -pensamos otra vez-, la muchacha no va a mejorar gran cosa en el bañado del Horqueta.
Por primera vez, desde que estaba entre nosotros, no se vio al médico Else cruzar firme y apresurado ante la inminente llegada de su hija. Una hora antes de arribar la lancha fue al puerto por el camino de las ruinas, en el carrito del arpista Malaquías, cuya yegua, al paso y todo, jadeaba exhausta con las orejas mojadas de sudor.
El cielo denso y lívido, como paralizado de pesadez, no presagiaba nada bueno, tras mes y medio de sequía. Al llegar la lancha, en efecto, comenzó a llover. La maestrita achuchada pisó la orilla chorreante bajo agua; subió bajo agua, en el carrito, y bajo agua hicieron con su padre todo el trayecto, a punto de que cuando llegaron de noche al Horqueta no se oía en el solitario pajonal ni un aullido de zorro, y sí el sordo crepitar de la lluvia en el patio de tierra del rancho: .
La maestrita no tuvo esta vez necesidad de ir hasta el bañado a lavar las ropas de su padre. Llovió toda la noche y todo el día siguiente, sin más descanso que la tregua acuosa del crepúsculo, a la hora en que el médico comenzaba a ver alimañas raras prendidas al dorso de sus manos.
Un hombre que ya ha dialogado con las cosas tendido de espaldas al sol, puede ver seres imprevistos al suprimir de golpe el sostén de su vida. Rivet, antes de morir un año más tarde con su litro de alcohol carburado de lámparas, tuvo con seguridad fantasías de ese orden clavadas ante la vista. Solamente que Rivet no tenía hijos; y el error de Else consistió precisamente en ver, en vez. de su hija, una monstruosa rata.
Lo que primero vio fue un grande, muy grande ciempiés que daba vueltas por las paredes. Else quedó sentado con los ojos fijos en aquello, y el ciempiés se desvaneció. Pero al bajar el hombre la vista, lo vio ascender arqueado por entre sus rodillas, con el vientre y las patas hormigueantes vueltas a él subiendo, subiendo interminablemente. El médico tendió las manos delante, y sus dedos apretaron el vacío. Sonrió pesadamente: ilusión... nada más que ilusión. . .
Pero la fauna del delirium tremens es mucho más lógica que la sonrisa de un ex sabio, y tiene por hábito trepar obstinadamente por las bombachas, o surgir bruscamente de los rincones.
Durante muchas horas, ante el fuego y con el mate inerte en la mano, el médico tuvo conciencia de su estado. Vio, arrancó y desenredó tranquilo más víboras de las que pueden pisarse en sueños. Alcanzó a oír una dulce voz que decía: -Papá, estoy un poco descompuesta... Voy un momento afuera.
Else intentó todavía sonreír a una bestia que había irrumpido de golpe en medio del rancho, lanzando horribles alaridos, y se incorporó por fin aterrorizado y jadeante: estaba en poder de la fauna alcohólica.
Desde las tinieblas comenzaban ya a asomar el hocico bestias innumerables. Del techo se desprendían también cosas que él no quería ver. Todo su terror sudoroso estaba ahora concentrado en la puerta, en aquellos hocicos puntiagudos que aparecían y se ocultaban con velocidad vertiginosa.
Algo como dientes y ojos asesinos de inmensa rata se detuvo un instante contra el marco, y el médico, sin apartar la vista de ella, cogió un pesado leño: la bestia, adivinando el peligro, se había ya ocultado. Por los flancos del ex sabio, por atrás, hincábanse en sus bombachas cosas que trepaban. Pero el hombre, con los ojos fuera de las órbitas, no veía sino la puerta y los hocicos fatales.
Un instante, el hombre creyó distinguir entre el crepitar de la lluvia, un ruido más sordo y nítido. De golpe la monstruosa rata surgió en la puerta, se detuvo un momento a mirarlo, y avanzó hacia ella el leño con todas sus fuerzas.
Ante el grito que lo sucedió, el médico volvió bruscamente en sí, como si el vertiginoso telón de monstruos se hubiera aniquilado con el golpe en el más atroz silencio. Pero lo que yacía aniquilado a sus pies no era la rata asesina, sino su hija.
Sensación de agua helada, escalofrío de toda la médula; nada de esto alcanza a dar la impresión de un espectáculo de semejante naturaleza. El padre tuvo un resto de fuerza para levantar en brazos a la criatura y tenderla en el catre. Y al apreciar de una sola ojeada al vientre el efecto irremisiblemente mortal del golpe recibido, el desgraciado se hundió de rodillas ante su hija.
¡Su hijita! ¡Su hijita abandonada, maltratada, desechada por él! Desde el fondo de veinte años surgieron en explosión de vergüenza, la gratitud y el amor que nunca le había expresado a ella. ¡Chinita, hijita suya!
El médico tenía ahora la cara levantada hacia la enferma: nada, nada que esperar de aquel semblante fulminado.
La muchacha acababa sin embargo de abrir los ojos, y su mirada excavada y ebria ya de muerte, reconoció por fin a su padre. Esbozando entonces una dolorosa sonrisa cuyo reproche sólo el lamentable padre podía en esas circunstancias apreciar, murmuró con dulzura: -¡Qué hiciste, papá...! El médico hundió de nuevo la cabeza en el catre. La maestrita murmuró otra vez, buscando con la mano la boina de su padre: -Pobre papá. .. No es nada. . . Ya me siento mucho mejor... Mañana me levanto y concluyo todo... Me siento mucho mejor, papá...
La lluvia había cesado; la paz reinaba afuera. Pero al cabo de un momento el médico sintió que la enferma hacía en vano esfuerzos para incorporarse, y al levantar el rostro vio que su hija lo miraba con los ojos muy abiertos en una brusca revelación. -¡Yo me voy a morir, papá..! -Hijita-.. -murmuró sólo el hombre. La criatura intentó respirar hondamente sin conseguirlo tampoco.
-¡Papá, ya me muero! Papá, hazme caso... una vez en la vida. ¡No tomes más, papá...! Tu hijita...
Tras un rato -una inmensidad de tiempo- el médico se incorporó y fue tambaleante a sentarse otra vez en el banco, mas no sin apartar antes con el dorso de la mano una alimaña del asiento, porque ya la red de monstruos se entretejía vertiginosamente.
Oyó todavía una voz de ultratumba: -¡No tomes más, papá...!
El ex hombre tuvo aún tiempo de dejar caer ambas manos sobre las piernas, en un desplome y una renuncia más desesperada que el más desesperado de los sollozos de que ya no era capaz. Y ante el cadáver de su hija, el doctor Else vio otra vez asomar en la puerta los hocicos de las bestias que volvían a un asalto final.
Alrededor de 1904, con una herencia paterna, se trasladó a la Provincia de Chaco para encarar una plantación de algodón. Fracasado este intento, regresó a Buenos Aires a desempeñarse nuevamente en la docencia, recomendado por su amigo y eximio poeta, Leopoldo Lugones, con quien había realizado un viaje de estudios a las misiones guaraníticas. En 1906 compró unas fracciones de tierras en Misiones, en los alrededores de San Ignacio, con planes accesibles que brindaba el Gobierno Nacional. Se radicó allí con su esposa Ana M. Cirés. Allí fue Juez de Paz y oficial del Registro Civil de esa Provincia.
Al suicidarse su esposa, regresó a Buenos Aires. Se desempeñó en un empleo del Consulado uruguayo en Argentina. Publicó algunos libros. Y al tiempo de contraer nuevamente matrimonio con María E. Bravo, se trasladó nuevamente a Misiones con su familia (en 1932). Allí vivió unos cuatro o cinco años, hasta que quedó solo en la selva y enfermó. Regresó a Buenos Aires a internarse en el Hospital de Clínicas, y al enterarse de su enfermedad: cáncer de próstata, puso fin a su vida en ese Hospital, voluntariamente, en 1937. Entre sus libros de cuentos más conocidos se encuentran: "Cuentos de amor, de locura y de muerte" (1917), "El desierto" (1924), "La gallina degollada y otros cuentos" (1925), "Los desterrados" (1926) al que pertenece el texto que se presenta aquí. También son libros de su autoría: "Cuentos de la selva" y "Los cuentos de mis hijos".
LOS DESTILADORES DE NARANJA (cuento de Misiones)
El hombre apareció un mediodía, sin que se sepa cómo ni por dónde. Fue visto en todos los bolichea de Iviraromí, bebiendo como no se había visto beber a nadie, si se exceptúan Rivet y Juan Brown. Vestía bombachas de soldado paraguayo, zapatillas sin medias y una mugrienta boina blanca terciada sobre el ojo. Fuera de beber, el hombre no hizo otra cosa que cantar alabanzas a su bastón -un nudoso palo sin cáscara-, que ofrecía a todos los peones para que trataran de romperlo. Uno tras otro los peones probaron sobre las baldosas de piedra el bastón milagroso que, en efecto, resista a todos los golpes. Su dueño, recostado de espaldas al mostrador y cruzado de piernas, sonreía satisfecho. Al día siguiente el hombre fue visto a la misma hora y en los mismos boliches, con su famoso bastón. Desapareció luego, hasta que un mes más tarde se lo vio desde el bar avanzar al crepúsculo por entre las ruinas, en compañía del químico Rivet. Pero esta vez supimos quién era.
Hacia 1800, el gobierno del Paraguay contrató a un buen número de sabios europeos, profesores de universidad, los menos, e industriales, los más. Para organizar sus hospitales, el Paraguay solicitó los servicios del doctor Else, joven y brillante biólogo sueco que en aquel país nuevo halló ancho campo para sus grandes fuerzas de acción. Dotó en cinco años a los hospitales y sus laboratorios de una organización que en veinte años no hubieran conseguido otros tantos profesionales- Luego, sus bríos se aduermen. El ilustre sabio paga al país tropical el pesado tributo que quema como en alcohol la actividad de tantos extranjeros, y el derrumbe no se detiene ya. Durante quince o veinte años nada se sabe de él. Hasta que por fin se lo halla en Misiones, con sus bombachas de soldado y su boina terciada, exhibiendo como única finalidad de su vida el hacer comprobar a todo el mundo la resistencia de su palo.
Este hombre cuya presencia decidió al manco a realizar el sueño de sus últimos meses: la destilación alcohólica de naranjas.
El manco, que ya hemos conocido con Rivet en otro relato, tenía simultáneamente en el cerebro tres proyectos para enriquecerse, y uno o dos para su diversión. Jamás había poseído un centavo ni un bien particular, faltándole además un brazo que había perdido en Buenos Aires con una manivela de auto. Pero con su solo brazo, dos mandiocas cocidas y el soldador bajo el muñón, se consideraba el hombre más feliz del mundo. -¿Qué me falta? -solfa decir con alegría, agitando su solo brazo.
Su orgullo, en verdad, consistía en un conocimiento más o menos hondo de todas las artes y oficios, en su sobriedad ascética y en dos tomos de L'Eneyclopédie. Fuera de esto, de su eterno optimismo y su soldador, nada poseía. Pero su pobre cabeza era en cambio una marmita bullente de ilusiones, en que los inventos industriales le hervían con más frenesí que las mandiocas de su olla. No alcanzándole sus medios para aspirar a grandes cosas, planeaba siempre pequeñas industrias de consumo local, o bien dispositivos asombrosos para remontar el agua por filtración, desde el bañado del Horqueta hasta su casa.
En el espacio de tres años, el manco había ensayado sucesivamente la fabricación de maíz quebrado, siempre escaso en la localidad; de mosaicos de bleck y arena ferruginosa; de turrón de maní y miel de abejas; de resina de incienso por destilación seca; de cáscaras abrillantadas de apepú, cuyas muestras habían enloquecido de gula a los mensús; de tintura de lapacho, precipitada por la potasa; y de aceite esencial de naranja, industria en cuyo estudio lo hallamos absorbido cuando Else apareció en su horizonte.
Preciso es observar que ninguna de las anteriores industrias había enriquecido a su inventor, por la sencilla razón de que nunca llegaron a instalarse en forma. -¿Qué me falta? -repetía contento, agitando el muñón-. Doscientos pesos. ¿Pero de dónde los voy a sacar?
Sus inventos, cierto es, no prosperaban por la falta de esos miserables pesos. Y bien se sabe que es más fácil hallar en Iviraromí un brazo de más, que diez pesos prestados. Pero el hombre no perdía jamás su optimismo, y de sus contrastes brotaban, más locas aún, nuevas ilusiones para nuevas industrias.
La fábrica de esencia de naranja fue, sin embargo, una realidad. Llegó a instalarse de un modo tan inesperado como la aparición de Else, sin que para ello se hubiera visto corretear al manco por los talleres yerbateros más de lo acostumbrado. El manco no tenía más material mecánico que cinco o seis herramientas esenciales, fuera de su soldador. Las piezas todas de sus máquinas salían de la casa del uno, del galón del otro, como las palas de su rueda Pelton, para cuya confección utilizó todos los cucharones viejos de la localidad. Tenía que trotar sin descanso tras de un metro de caño o una chapa oxidada de cinc, que él, con su solo brazo y ayudado del muñón, cortaba, torcía, retorcía y soldaba con su enérgica fe de optimista. Así sabemos que la bomba de su caldera provino del pistón de una vieja locomotora de juguete, que el manco llegó a conquistar de su infantil dueño contándole cien veces cómo había perdido el brazo, y que los platos del alambique (su alambique no tenía refrigerante vulgar de serpentín, sino de gran estilo, de platos) nacieron de las planchas de cinc puro con que un naturalista fabricaba tambores para guardar víboras.
Pero lo más ingenioso de su nueva industria era la prensa para extraer jugo de naranja. Constituíala un barril perforado con clavos de tres pulgadas, que giraba alrededor de un eje horizontal de madera. Dentro de ese erizo, las naranjas rodaban, tropezaban con los clavos y se deshacían brincando; hasta que transformadas en una pulpa amarilla sobrenadada de aceite, iban a la caldera.
El único brazo del manco valía en el tambor medio caballo de fuerza, aun a pleno sol de Misiones, y bajo la gruesísima y negra camiseta de marinero que el manco no abandonaba ni en el verano. Pero como la ridícula bomba de juguete requería asistencia casi continua, el destilador solicitó la ayuda de un aficionado que desde los primeros días pasaba desde lejos las horas observando la fábrica, semioculto tras un árbol.
Llamábase este aficionado Malaquías Ruvidarte. Era un muchachote de veinte años, brasileño y perfectamente negro, a quien suponíamos virgen -y lo era-, y que habiendo ido una mañana a caballo a casarse a Corpus, regresó a los tres días de noche cerrada, borracho y con dos mujeres en anca.
Vivía con su abuela en un edificio curiosísimo, conglomerado de casillas hechas con cajones de kerosene, y que el negro arpista iba extendiendo y modificando de acuerdo con las novedades arquitectónicas que advertía en los tres o cuatro chalets que se construían entonces. Con cada novedad, Malaquías agregaba o alzaba un ala de su edificio, y en mucho menor escala. Al punto que las galerías de sus chalets de alto tenían cincuenta centímetros de luz, y por las puertas apenas podía entrar un perro. Pero el negro satisfacía así sus aspiraciones de arte, sordo a las bromas de siempre.
Tal artista no era el ayudante por dos mandiocas que precisaba el manco. Malaquías dio vueltas al tambor una mañana entera sin decir una palabra, pero a la tarde no volvió. Y la mañana siguiente estaba otra vez instalado observando tras el árbol. Resumamos esta fase: el manco obtuvo muestras de aceite esencial de naranja dulce y agria, que logró remitir a Buenos Aires. De aquí le informaron que su esencia no podía competir con la similar importada, a causa de la alta temperatura a que se la había obtenido. Que sólo con nuevas muestras por presión podrían entenderse con él, vistas las deficiencias de la destilación, etc., etc.
El manco no se desanimó por esto. -¡Pero es lo que yo decía! -nos contaba a todos alegremente, cogiéndose el muñón tras la espalda-. ¡No se puede obtener nada a fuego directo! ¡Y quE voy a hacer con la falta de plata!
Otro cualquiera, con más dinero y menos generosidad intelectual que el manco, hubiera apagado loa fuegos de su alambique. Pero mientras miraba melancólico su máquina remendada, en que cada pieza eficaz había sido reemplazada por otra sucedánea, el manco pensó de pronto que aquel cáustico barro amarillento que se vertía del tambor, podía servir para fabricar alcohol de naranja. Él no era fuerte en fermentación; pero dificultades más grandes había vencido en su vida. Además, Rivet lo ayudaría.
Fue en este momento preciso cuando el doctor Else hizo su aparición en Iviraromí. El manco había sido el único individuo de la zona que, como había acaecido con Rivet, respetó al nuevo caído. Pese al abismo en que habían rodado uno y otro, el devoto de la gran Encyclopédie no podía olvidar lo que ambos ex hombres fueran un día. Cuantas chanzas (¡y cuán duras en aquellos analfabetos de rapiña!) se hicieron al manco sobre sus dos ex hombres, lo hallaron siempre de pie. -La caña los perdió -respondía con seriedad sacudiendo la cabeza-. Pero saben mucho...
Debemos mencionar aquí un incidente que no facilitó el respeto local hacía el ilustre médico.
En los primeros días de su presencia en Iviraromí un votino había llegado hasta el mostrador del boliche a rogarle un remedio para su mujer que sufría de tal y cual cosa. Else lo oyó con suma atención, y volviéndose al cuadernillo de estraza sobre el mostrador, comenzó a recetar con mano terriblemente pesada. La pluma se rompía. Else se echó a reír, más pesadamente aún, y estrujó el papel, sin que se le pudiera obtener una palabra más. -¡Yo no entiendo de esto! -repetía tan sólo. El manco fue algo más feliz cuando acompañándolo esa misma siesta hasta el Horqueta, bajo un cielo blanco de calor, lo consultó sobre las probabilidades de aclimatar la levadura de caña al caldo de naranja, en cuánto tiempo podría aclimatarse, y en qué porcentaje mínimo.
-Rivet conoce esto mejor que yo -murmuró Else. -Con todo -insistió el manco-. Yo me acuerdo bien de que los sacaromices iniciales...
Y el buen manco se despachó a su gusto. Else, con la boina sobre la nariz para contrarrestar la reverberación, respondía en breves observaciones, y como a disgusta. El manco dedujo de ellas que no debía perder el tiempo aclimatando levadura alguna de caña, porque no obtendría sino caña, ni al uno por cien mil. Que debía esterilizar su caldo, fosfatearlo bien, y ponerlo en movimiento con levadura de Borgoña, pedida a Buenos Aires. Podía aclimatarla, si quería perder el tiempo; pero no era indispensable... El manco trotaba a su lado, ensanchándose el escote de la camiseta de entusiasmo y calor.
-¡Pero soy feliz! -decía-. ¡No me falta ya nada! ¡Pobre manco! Faltábale precisamente lo indispensable para fermentar sus naranjas: ocho o diez bordelesas vacías, que en aquellos días de guerra valían más pesos que los que él podría ganar en seis meses de soldar día y noche.
Comenzó, sin embargo, a pasar días enteros de lluvia en los almacenes de los yerbales, transformando latas vacías de nafta en envases de grasa quemada o podrida para alimento de los peones; y a trotar por todos los boliches en procura de los barriles más viejos que para nada servían ya, Más tarde Rivet y Else -tratándose de alcohol de noventa grados- lo ayudarían, con toda seguridad...
Rivet lo ayudó, en efecto, en la medida de sus fuerzas, pues el químico nunca había sabido clavar un clavo. El manco solo abrió, desarmó, raspó y quemó una tras otra las viejas bordelesas con medio dedo de poso violeta en cada duela, tarea ligera, sin embargo, en comparación con la de armar de nuevo las . bordelesas, y a la que el manco llegaba con su brazo y cuarto tras inacabables horas de sudor.
Else había ya contribuido a la industria con cuanto se sabe hoy mismo sobre fermentos; pero cuando el manco le pidió que dirigiera el proceso fermentativo, el ex sabio se echó a reír, levantándose. -¡Yo no entiendo nada de esto! -dijo recogiendo su bastón bajo el brazo. Y se fue a caminar por allí, más rubio, más satisfecho y más sucio que nunca.
Tales paseos constituían la vida del médico. En todas las picadas se lo hallaba con sus zapatillas sin medias y su continente eufórico. Fuera de beber en todos los boliches y todos los días, de 11 a 16, no hacía nada más. Tampoco frecuentaba el bar, diferenciándose en esto de su colega Rivet. Pero en cambio solía haIlárselo a caballo a altas horas de la noche, cogido de las orejas del animal, al que llamaba su padre y su madre, con gruesas risas. Paseaban así horas enteras al tranco, hasta que el jinete caía por fin a reír del todo.
A pesar de esta vida ligera, algo había sin embargo capaz de arrancar al ex hombre de su limbo alcohólico; y esto lo supimos la vez que con gran sorpresa de todos, Else se mostró en el pueblo caminando rápidamente, sin mirar a nadie. Esa tarde llegaba su hija, maestra de escuela en Santo Pipó, y que visitaba a su padre dos o tres veces en el año.
Era una muchachita delgada y, vestida de negro, de aspecto enfermizo y mirar hosco. Ésta fue por lo menos la impresión nuestra cuando pasó por el pueblo con su padre en dirección al Horqueta. Pero según lo que dedujimos de los informes del manco, aquella expresión de la maestrita era sólo para nosotros, motivada por la degradación en que había caído su padre y a la que asistíamos día a día.
Lo que después se supo confirma esta hipótesis. La chica era muy trigueña y en nada se parecía al médico escandinavo. Tal vez no fuera hija suya; él por lo menos nunca lo creyó. Su modo de proceder con la criatura lo confirma, y sólo Dios sabe cómo la maltratada y abandonada criatura pudo llegar a recibirse de maestra, y a continuar queriendo a su padre. No pudiendo tenerlo a su lado, ella se trasladaba a verlo dondequiera que él estuviese. Y el dinero que el doctor Else gastaba en beber, provenía del sueldo de la maestrita.
El ex hombre conservaba, sin embargo, un último pudor: no bebía en presencia de su hija. Y este sacrificio en aras de una chinita a quien no creía hija suya, acusa más ocultos fermentos que las reacciones ultracientíficas del pobre manco.
Durante cuatro días, en esta ocasión, no se vio al médico por ninguna parte. Pero aunque cuando apareció otra vez por los boliches estaba más borracho que nunca, se pudo apreciar en los remiendos de toda su ropa, la obra de su hija.
Desde entonces, cada vez que se veía a Else fresco y serio, cruzando rápido en busca de harina y grasa, todos decíamos: -En estos días debe de llegar su hija. Entretanto, el manco continuaba soldando a horcajadas techos de lujo, y en los días libres, raspando y quemando duelas de barril.
No fue sólo esto: habiendo ese año madurado muy pronto las naranjas por las fortísimas heladas, el manco debió también pensar en la temperatura de la bodega, a fin de que el frío nocturno, vivo aún en ese octubre, no trastornara la fermentación. Tuvo así que forrar por dentro su rancho con manojos de paja despeinada, de modo tal que aquello parecía un hirsuto y agresivo cepillo. Tuvo que instalar un aparato de calefacción, cuyo hogar constituíalo un tambor de - acaroína, y cuyos tubos de tacuara daban vueltas por entre las pajas de las paredes, a modo de gruesa serpiente amarilla. Y tuvo que alquilar -con arpista y todo, a cuenta del alcohol venidero- el carrito de ruedas macizas del negro Malaquías, quien de este modo volvió a prestar servicios al manco, acarreándole naranjas desde el monte con su mutismo habitual y el recuerdo melancólico de sus dos mujeres. Un hombre común se hubiera rendido a medio camino. El manco no perdía un instante su alegre y sudorosa fe. -¡Pero no nos falta ya nada! -repetía haciendo bailar a la par del brazo entero su muñón optimista-: ¡Vamos a hacer una fortuna con esto! Una vez aclimatada la levadura de Borgoña, el manco y Malaquías procedieron a llenar las cubas. El negro partía las naranjas de un tajo de machete, y el manco las estrujaba entre sus dedos de hierro; todo con la misma velocidad y el mismo ritmo, como si machete y mano estuvieran unidos por la misma biela.
Rivet los ayudaba a veces, bien que su trabajo consistiera en ir y venir febrilmente del colador de semillas a los barriles, a fuer de director. En cuanto al médico, había contemplado con gran atención estas diversas operaciones, con las manos hundidas en los bolsillos y el bastón bajo la axila. Y ante la invitación a que prestara su ayuda, se había echado a reír, repitiendo como siempre: -¡Yo no entiendo nada de estas cosas! Y fue a pasearse de un lado a otro frente al camino deteniéndose en cada extremo a ver si venia un transeúnte. No hicieron los destiladores en esos duros días más que cortar y cortar, estrujar y estrujar naranjas bajo un sol de fuego y almibarados de zumo de la barba a los pies. Pero cuando los primeros barriles comenzaron a alcoholizarse en una fermentación tal que proyectaba a dos dedos sobre el nivel una llovizna de color topacio, el doctor Else evolucionó hacia la bodega caldeada, donde el manco se abría el escote de entusiasmo.
- ¡Y ya está! -decía-. ¿Qué nos falta ahora? ¡Unos cuantos pesos más, y nos hacemos riquísimos!
Else quitó uno por uno los tapones de algodón de los barriles, y aspiró con la nariz en el agujero el delicioso perfume del vino de naranja en formación, perfume cuya penetrante frescura no se halla en caldo otro alguno de fruta. EL médico levantó luego la vista a las paredes, al revestimiento amarillo de erizo, a la cañerla de víbora que se desarrollaba oscureciéndose entre las pajas en un vaho de aire vibrante, y sonrió un momento con pesadez. Pero desde entonces no se apartó de alrededor de la fábrica.
Aún más, se quedó a dormir allí. Else vivía en una chacra del manco, a orillas del Horqueta. Hemos omitido esta opulencia del manco, por la razón de que el gobierno nacional llama chacras a las fracciones de 25 hectáreas de monte virgen o pajonal, que vende al precio de 75 pesos la fracción, pagaderos en 6 años.
La chacra del manco consistía en un bañado solitario donde no había más que un ranchito aislado entre un círculo de cenizas, y zorros entre las pajas. Nada más. Ni siquiera hojas en la puerta del rancho.
El médico se instaló, pues, en la fábrica de las ruinas, retenido por el bouquet naciente del vino de naranja. Y aunque su ayuda fue la que conocemos, cada vez que en las noches subsiguientes el manco se despertó a vigilar la calefacción, halló siempre a Else sosteniendo el fuego. El médico dormía poco y mal; y pasaba la noche en cuclillas ante la lata de acaroína, tomando mate y naranjas caldeadas en las brasas del hogar.
La conversión alcohólica de las cien mil naranjas concluyó por fin, y los destiladores se hallaron ante ocho bordelesas de un vino muy débil, sin duda, pero cuya graduación les aseguraba asimismo cien litros de alcohol de 50 grados, fortaleza mínima que requería el paladar local.
Las aspiraciones del manco eran también locales; pero un especulativo como él, a quien preocupaba ya la ubicación de los transformadores de corriente en el futuro cable eléctrico desde el Iguazú hasta Buenos Aires, no podía olvidar el aspecto puramente ideal de su producto. Trotó en consecuencia unos días en procura de algunos frascos de cien gramos para enviar muestras a Buenos Aires, y aprontó unas muestras, que alineó en el banco para enviarlas esa tarde por correo. Pero cuando volvió a buscarlas no las halló, y sí al doctor Else, sentado en la escarpa del camino, satisfechísimo de sí y con el bastón entre las manos, incapaz de un solo movimiento.
La aventura se repitió una y otra vez, al punto de que el pobre manco desistió definitivamente de analizar su alcohol: el médico, rojo, lacrimoso y resplandeciente de euforia, era lo único que hallaba. No perdía por esto el manco su admiración por el ex sabio.
-¡Pero se lo toma todo! -nos confiaba de noche en el bar-. ¡Qué hombre! ¡No me deja una sola muestra!
Al manco faltábale tiempo para destilar con la lentitud debida, e igualmente para desechar las flegmas de su producto. Su alcohol sufría así de las mismas enfermedades que su esencia, el mismo olor viroso, e igual dejo cáustico. Por consejo de Rivet transformó en bitter aquella imposible caña, con el solo recurso de apepú, y oruzú, a efectos de la espuma.
En este definitivo aspecto entró el alcohol de naranja en el mercado. Por lo que respecta al químico y su colega, lo bebían sin tasa tal como goteaba de los platos del alambique con sus venenos cerebrales.
Una de esas siestas de fuego, el médico fue hallado tendido de espaldas a través del desamparado camino al puerto viejo, riéndose con el sol a plomo. -Si la maestrita no llega uno de estos días -dijimos nosotros-, le va a dar trabajo encontrar dónde ha muerto su padre.
Precisamente una semana después supimos por el manco que la hija de Else llegaba convaleciente de gripe.
-Con la lluvia que se apronta -pensamos otra vez-, la muchacha no va a mejorar gran cosa en el bañado del Horqueta.
Por primera vez, desde que estaba entre nosotros, no se vio al médico Else cruzar firme y apresurado ante la inminente llegada de su hija. Una hora antes de arribar la lancha fue al puerto por el camino de las ruinas, en el carrito del arpista Malaquías, cuya yegua, al paso y todo, jadeaba exhausta con las orejas mojadas de sudor.
El cielo denso y lívido, como paralizado de pesadez, no presagiaba nada bueno, tras mes y medio de sequía. Al llegar la lancha, en efecto, comenzó a llover. La maestrita achuchada pisó la orilla chorreante bajo agua; subió bajo agua, en el carrito, y bajo agua hicieron con su padre todo el trayecto, a punto de que cuando llegaron de noche al Horqueta no se oía en el solitario pajonal ni un aullido de zorro, y sí el sordo crepitar de la lluvia en el patio de tierra del rancho: .
La maestrita no tuvo esta vez necesidad de ir hasta el bañado a lavar las ropas de su padre. Llovió toda la noche y todo el día siguiente, sin más descanso que la tregua acuosa del crepúsculo, a la hora en que el médico comenzaba a ver alimañas raras prendidas al dorso de sus manos.
Un hombre que ya ha dialogado con las cosas tendido de espaldas al sol, puede ver seres imprevistos al suprimir de golpe el sostén de su vida. Rivet, antes de morir un año más tarde con su litro de alcohol carburado de lámparas, tuvo con seguridad fantasías de ese orden clavadas ante la vista. Solamente que Rivet no tenía hijos; y el error de Else consistió precisamente en ver, en vez. de su hija, una monstruosa rata.
Lo que primero vio fue un grande, muy grande ciempiés que daba vueltas por las paredes. Else quedó sentado con los ojos fijos en aquello, y el ciempiés se desvaneció. Pero al bajar el hombre la vista, lo vio ascender arqueado por entre sus rodillas, con el vientre y las patas hormigueantes vueltas a él subiendo, subiendo interminablemente. El médico tendió las manos delante, y sus dedos apretaron el vacío. Sonrió pesadamente: ilusión... nada más que ilusión. . .
Pero la fauna del delirium tremens es mucho más lógica que la sonrisa de un ex sabio, y tiene por hábito trepar obstinadamente por las bombachas, o surgir bruscamente de los rincones.
Durante muchas horas, ante el fuego y con el mate inerte en la mano, el médico tuvo conciencia de su estado. Vio, arrancó y desenredó tranquilo más víboras de las que pueden pisarse en sueños. Alcanzó a oír una dulce voz que decía: -Papá, estoy un poco descompuesta... Voy un momento afuera.
Else intentó todavía sonreír a una bestia que había irrumpido de golpe en medio del rancho, lanzando horribles alaridos, y se incorporó por fin aterrorizado y jadeante: estaba en poder de la fauna alcohólica.
Desde las tinieblas comenzaban ya a asomar el hocico bestias innumerables. Del techo se desprendían también cosas que él no quería ver. Todo su terror sudoroso estaba ahora concentrado en la puerta, en aquellos hocicos puntiagudos que aparecían y se ocultaban con velocidad vertiginosa.
Algo como dientes y ojos asesinos de inmensa rata se detuvo un instante contra el marco, y el médico, sin apartar la vista de ella, cogió un pesado leño: la bestia, adivinando el peligro, se había ya ocultado. Por los flancos del ex sabio, por atrás, hincábanse en sus bombachas cosas que trepaban. Pero el hombre, con los ojos fuera de las órbitas, no veía sino la puerta y los hocicos fatales.
Un instante, el hombre creyó distinguir entre el crepitar de la lluvia, un ruido más sordo y nítido. De golpe la monstruosa rata surgió en la puerta, se detuvo un momento a mirarlo, y avanzó hacia ella el leño con todas sus fuerzas.
Ante el grito que lo sucedió, el médico volvió bruscamente en sí, como si el vertiginoso telón de monstruos se hubiera aniquilado con el golpe en el más atroz silencio. Pero lo que yacía aniquilado a sus pies no era la rata asesina, sino su hija.
Sensación de agua helada, escalofrío de toda la médula; nada de esto alcanza a dar la impresión de un espectáculo de semejante naturaleza. El padre tuvo un resto de fuerza para levantar en brazos a la criatura y tenderla en el catre. Y al apreciar de una sola ojeada al vientre el efecto irremisiblemente mortal del golpe recibido, el desgraciado se hundió de rodillas ante su hija.
¡Su hijita! ¡Su hijita abandonada, maltratada, desechada por él! Desde el fondo de veinte años surgieron en explosión de vergüenza, la gratitud y el amor que nunca le había expresado a ella. ¡Chinita, hijita suya!
El médico tenía ahora la cara levantada hacia la enferma: nada, nada que esperar de aquel semblante fulminado.
La muchacha acababa sin embargo de abrir los ojos, y su mirada excavada y ebria ya de muerte, reconoció por fin a su padre. Esbozando entonces una dolorosa sonrisa cuyo reproche sólo el lamentable padre podía en esas circunstancias apreciar, murmuró con dulzura: -¡Qué hiciste, papá...! El médico hundió de nuevo la cabeza en el catre. La maestrita murmuró otra vez, buscando con la mano la boina de su padre: -Pobre papá. .. No es nada. . . Ya me siento mucho mejor... Mañana me levanto y concluyo todo... Me siento mucho mejor, papá...
La lluvia había cesado; la paz reinaba afuera. Pero al cabo de un momento el médico sintió que la enferma hacía en vano esfuerzos para incorporarse, y al levantar el rostro vio que su hija lo miraba con los ojos muy abiertos en una brusca revelación. -¡Yo me voy a morir, papá..! -Hijita-.. -murmuró sólo el hombre. La criatura intentó respirar hondamente sin conseguirlo tampoco.
-¡Papá, ya me muero! Papá, hazme caso... una vez en la vida. ¡No tomes más, papá...! Tu hijita...
Tras un rato -una inmensidad de tiempo- el médico se incorporó y fue tambaleante a sentarse otra vez en el banco, mas no sin apartar antes con el dorso de la mano una alimaña del asiento, porque ya la red de monstruos se entretejía vertiginosamente.
Oyó todavía una voz de ultratumba: -¡No tomes más, papá...!
El ex hombre tuvo aún tiempo de dejar caer ambas manos sobre las piernas, en un desplome y una renuncia más desesperada que el más desesperado de los sollozos de que ya no era capaz. Y ante el cadáver de su hija, el doctor Else vio otra vez asomar en la puerta los hocicos de las bestias que volvían a un asalto final.
GERARDO PISARELLO, Este autor correntino pasó su infancia en "Saladas", pueblo fundado en época de la Colonia (En 1707 se establece el Fortín en las "Lagunas Saladas", y a los pocos años, con el aumento de población, se erige la Capilla y se establece el pueblo de "San José de las Lagunas Saladas" que es más popularmente conocido como "Saladas").
De esta etapa de su niñez quedan las vivencias grabadas en el autor, que las recrea en sus escritos. Su libro "Che rétá", cuyo título significa en guaraní: "Mi tierra" está constituido por una serie de estampas pintorescas y descriptivas de esta zona del interior del país.
Variedad de plantas (Corrientes)
Frecuentemente nos pasábamos en la quinta explorándola. Nos movía un secreto afán de sorprender algo nuevo; una infantil curiosidad guiaba nuestros pasos. Los árboles nos deparaban el secreto de nidos y pájaros, y nos ofrecían sus ramas flexibles en las que nos hamacábamos en dulces balanceos entre la caricia de las hojas.
Nada más cabía esperar de esa vida de las plantas que trascendían unaserenidad infinita. Sólo que nuestra infancia no perdonaba nada, Todo lo mirábamos y lo tocábamos cual si nuestro interés hubiera sido descubrirle a cada planta su vida de vegetal, de encontrarle sus jugos más íntimos. Y si la quinta no era grande, tenía en compensación la riqueza de una variedad vegetal. Esto bastaba para aguijonear ese interés versátil en que los niños mueven su curiosidad.
El ananá y el plátano, que no era común verlas en la zona, habían sido plantadas en la quinta. Entre las plantas de ananá, que nos recordaban a ciertos cardos silvestres abundantes en la proximidad de los talares, pretendíamos encontrar los mismos apereá, esos conejitos de campo que por allí aparecían. Los plátanos formaban nuestro monte: "el bananal", de frescura incomparable, donde el verano caía vencido por sus lisos tallos de agua y por sus hojas anchas a manera de techo. Nosotros mismos ayudábamos a plantar los plátanos, en esa renovación periódica necesaria a su mejor producción. Pero crecían tan rápidos, que el "bananal" se tupía con los nuevos retoños que aparecían en la raíz, se obstruía con las plantas viejas que al dar sus frutos caían y terminaban secándose.
Nuestros juegos de escondidas hallaban en este lugar su campo propicio, y nada extraño por tanto, que allí fuéramos, más llevado por ello, que por descubrir los cachos de bananas que debían cortarse al comenzar a pintar.
Crecían unas cuantas plantas de mamón. Sus secas hojas extendidas se apartaban en forma de sombrilla y sus frutos blandos pegados al mismo tronco se descubrían en un abigarrado hacinamiento. Esos frutos recorrían una gama de colores: verde oscuro, primero, amarillo pálido, luego, y amarillo rojo subido, por último. Completos de madurez, parecían entonces pequeños melones colgando en aquellos tallos. Y si así podían ser comidos, nosotros los preferíamos en dulces de almibarados sabores.
Algunos ejemplares de árboles como casuarina, paraíso, ombú, jacarandá, grevilea, estaban en filas o aislados en distintos sitios por el mérito de sus flores o por la necesidad de su sombra. Con el tiempo ellas irían desapareciendo bajo la acción del hacha. Los naranjos lo invadían todo, lo exigían todo. Era él interés materializado en el precio del fruto que se valorizaba con su mercado de exportación, el que también aquí, entre las plantas de esta quinta abatía un mundo de poesía y de recuerdos.
Las plantas citrícolas pasaron a predominar cada vez más en la quinta. En mayoría estaban los naranjos criollos, sin injertar, que ponían una espera de quince años para iniciar su producción.
Se contaban otros ejemplares como la mandarina, el limón, la lima sutí y lima puruhá, y la cidra, cuyas frutas no se exportaban, ni encontraban en nosotros consumidores directos, exceptuando la mandarina. La lima puruhá en el verano nos compensaba de la falta de naranjas dulces.
Las plantas de cidras estaban en los fondos como excluidas de la familia citrícola. Sus frutos abultados y deformes parecían pesarle tanto, que se hubiera dicho la causa de su poco crecimiento. Aparecían como los enanos de las citrícolas, y apenas si se igualaban a nosotros en estatura. No obstante, eran esos frutos tan feos y amargos, con los que en la casa se hacían los más ricos dulces, comparables sólo a los de mamón.
El perjuicio ocasionado por las tormentas aparecía de inmediato bajo las quintas de naranjos. Las frutas caían en cantidad, cubriendo el suelo. Si eran todavía verdes y pequeñas, se transformaban en proyectiles para nuestras guerrillas de "liberales" y "colorados"; si maduras, se las llevaban los chicos o las mujeres pobres que las pedían. Pero como aún quedaban las naranjas rotas, se cortaban y servían de alimento a las vacas.
Estas naranjas caídas por acción del viento bajo la quinta, eran en la casa constante motivo de preocupación. Las vacas mostraban predilección en comerlas, y al menor descuido -porque una tranquera quedaba abierta o porque sus manías de "chacareras" fueran tantas-, se metían en la quinta y a las primeras de cambio aparecía una vaca atragantada con alguna de las naranjas que sin masticar trataban de tragar. Cuando esto sucedía, había que maniatar al animal voltearlo y en tanto dos o tres hombrea lo sujetaban impidiendo sus movimientos, otro trataba de localizar al tacto la naranja en el sitio en que obstruía la garganta y presionando, buscar de hacerla circular hasta volverla al exterior. No siempre se obtenía éxito con tal procedimiento y se recurría entonces a otro, mas eficaz. Se metía la mano directamente en la garganta del animal para extraerle la naranja, o de lo contrario, con un palo fino se la hacían zafar hacia dentro.
Era preciso no perder tiempo, a fin de que no se produjera la muerte por asfixia. Y preciso era también, cierta práctica en el trabajo requerido en la operación. El animal en ese estado se debatía entre la vida y la muerte. Retorcía los ojos, fijándolo en un blanco de agonía, y en continuos golpes de tos, que parecía removerle las entrañas, iba arrojando una baba pegajosa.
No era raro que nos tocara ayudar a los que se afanaban en estos salvamentos de las vacas. Pero eso sí, teníamos la seguridad de presenciarlo. Sin embargo aquello producía tal desagrado, que daban ganas de alejarse de la quinta. Era lo único que de vez en cuando venía a perturbar la serenidad infinita de las plantas.
De esta etapa de su niñez quedan las vivencias grabadas en el autor, que las recrea en sus escritos. Su libro "Che rétá", cuyo título significa en guaraní: "Mi tierra" está constituido por una serie de estampas pintorescas y descriptivas de esta zona del interior del país.
Variedad de plantas (Corrientes)
Frecuentemente nos pasábamos en la quinta explorándola. Nos movía un secreto afán de sorprender algo nuevo; una infantil curiosidad guiaba nuestros pasos. Los árboles nos deparaban el secreto de nidos y pájaros, y nos ofrecían sus ramas flexibles en las que nos hamacábamos en dulces balanceos entre la caricia de las hojas.
Nada más cabía esperar de esa vida de las plantas que trascendían unaserenidad infinita. Sólo que nuestra infancia no perdonaba nada, Todo lo mirábamos y lo tocábamos cual si nuestro interés hubiera sido descubrirle a cada planta su vida de vegetal, de encontrarle sus jugos más íntimos. Y si la quinta no era grande, tenía en compensación la riqueza de una variedad vegetal. Esto bastaba para aguijonear ese interés versátil en que los niños mueven su curiosidad.
El ananá y el plátano, que no era común verlas en la zona, habían sido plantadas en la quinta. Entre las plantas de ananá, que nos recordaban a ciertos cardos silvestres abundantes en la proximidad de los talares, pretendíamos encontrar los mismos apereá, esos conejitos de campo que por allí aparecían. Los plátanos formaban nuestro monte: "el bananal", de frescura incomparable, donde el verano caía vencido por sus lisos tallos de agua y por sus hojas anchas a manera de techo. Nosotros mismos ayudábamos a plantar los plátanos, en esa renovación periódica necesaria a su mejor producción. Pero crecían tan rápidos, que el "bananal" se tupía con los nuevos retoños que aparecían en la raíz, se obstruía con las plantas viejas que al dar sus frutos caían y terminaban secándose.
Nuestros juegos de escondidas hallaban en este lugar su campo propicio, y nada extraño por tanto, que allí fuéramos, más llevado por ello, que por descubrir los cachos de bananas que debían cortarse al comenzar a pintar.
Crecían unas cuantas plantas de mamón. Sus secas hojas extendidas se apartaban en forma de sombrilla y sus frutos blandos pegados al mismo tronco se descubrían en un abigarrado hacinamiento. Esos frutos recorrían una gama de colores: verde oscuro, primero, amarillo pálido, luego, y amarillo rojo subido, por último. Completos de madurez, parecían entonces pequeños melones colgando en aquellos tallos. Y si así podían ser comidos, nosotros los preferíamos en dulces de almibarados sabores.
Algunos ejemplares de árboles como casuarina, paraíso, ombú, jacarandá, grevilea, estaban en filas o aislados en distintos sitios por el mérito de sus flores o por la necesidad de su sombra. Con el tiempo ellas irían desapareciendo bajo la acción del hacha. Los naranjos lo invadían todo, lo exigían todo. Era él interés materializado en el precio del fruto que se valorizaba con su mercado de exportación, el que también aquí, entre las plantas de esta quinta abatía un mundo de poesía y de recuerdos.
Las plantas citrícolas pasaron a predominar cada vez más en la quinta. En mayoría estaban los naranjos criollos, sin injertar, que ponían una espera de quince años para iniciar su producción.
Se contaban otros ejemplares como la mandarina, el limón, la lima sutí y lima puruhá, y la cidra, cuyas frutas no se exportaban, ni encontraban en nosotros consumidores directos, exceptuando la mandarina. La lima puruhá en el verano nos compensaba de la falta de naranjas dulces.
Las plantas de cidras estaban en los fondos como excluidas de la familia citrícola. Sus frutos abultados y deformes parecían pesarle tanto, que se hubiera dicho la causa de su poco crecimiento. Aparecían como los enanos de las citrícolas, y apenas si se igualaban a nosotros en estatura. No obstante, eran esos frutos tan feos y amargos, con los que en la casa se hacían los más ricos dulces, comparables sólo a los de mamón.
El perjuicio ocasionado por las tormentas aparecía de inmediato bajo las quintas de naranjos. Las frutas caían en cantidad, cubriendo el suelo. Si eran todavía verdes y pequeñas, se transformaban en proyectiles para nuestras guerrillas de "liberales" y "colorados"; si maduras, se las llevaban los chicos o las mujeres pobres que las pedían. Pero como aún quedaban las naranjas rotas, se cortaban y servían de alimento a las vacas.
Estas naranjas caídas por acción del viento bajo la quinta, eran en la casa constante motivo de preocupación. Las vacas mostraban predilección en comerlas, y al menor descuido -porque una tranquera quedaba abierta o porque sus manías de "chacareras" fueran tantas-, se metían en la quinta y a las primeras de cambio aparecía una vaca atragantada con alguna de las naranjas que sin masticar trataban de tragar. Cuando esto sucedía, había que maniatar al animal voltearlo y en tanto dos o tres hombrea lo sujetaban impidiendo sus movimientos, otro trataba de localizar al tacto la naranja en el sitio en que obstruía la garganta y presionando, buscar de hacerla circular hasta volverla al exterior. No siempre se obtenía éxito con tal procedimiento y se recurría entonces a otro, mas eficaz. Se metía la mano directamente en la garganta del animal para extraerle la naranja, o de lo contrario, con un palo fino se la hacían zafar hacia dentro.
Era preciso no perder tiempo, a fin de que no se produjera la muerte por asfixia. Y preciso era también, cierta práctica en el trabajo requerido en la operación. El animal en ese estado se debatía entre la vida y la muerte. Retorcía los ojos, fijándolo en un blanco de agonía, y en continuos golpes de tos, que parecía removerle las entrañas, iba arrojando una baba pegajosa.
No era raro que nos tocara ayudar a los que se afanaban en estos salvamentos de las vacas. Pero eso sí, teníamos la seguridad de presenciarlo. Sin embargo aquello producía tal desagrado, que daban ganas de alejarse de la quinta. Era lo único que de vez en cuando venía a perturbar la serenidad infinita de las plantas.
Abel Pohulanik, si bien nació en Corrientes por circunstancias fortuitas (Su madre iba allí para tener a sus hijos), residió toda su vida en Resistencia (Chaco). Es profesor en Letras. El relato que a continuación se transcribe, "Monólogo de la Gringa" , mereció el segundo premio de la Subsecretaría de Cultura de la Provincia de Chaco, en 1981, en el Concurso Regional de Cuentos.
MONÓLOGO DE LA GRINGA (cuento de Chaco)
Soy la "Gringa Loca" y mañana todo el pueblo hablará de mí. Como cuando era "La gringa" a secas y empezaron a llamarme así porque no me vieron llorar en el velorio del Basilio. Era el único hijo varón que en mala hora tuve con el Gervasio; me lo mataron como a un pato de estero, con perdigones...
Y yo pregunto si no es como para volverse loca si una dejó que se le seque el alma durante veinte años cuidando un hijo para que al final... Me había salido demasiado rubio y hermoso como para que durase. La hija no: negra y mala como su padre, sólo nos parecíamos en el odio.
Cuando mi hijo murió sangrando por diez mil agujeros yo ya estaba seca desde siempre, Se me había ido la vida de a poco gambeteándole a la muerte desde que él nació. El resto fue sólo para exprimirme lo que quedaba.
El Basilio nació cuando Gervasio ya se había mandado a mudar a tentar suerte a la capital; esperé mucho la plata para seguirlo. Un día apareció para hacerme la otra hija y contarme que todavía no era tiempo para que yo también me vaya.
Nunca más lo vi. Cuando la chica quiso ir con el padre me alegré. Cada uno con lo suyo, pensé, ambos eran iguales, que me dejen con lo mío.
Y yo pregunto si una es loca si sabe que la muerte está en todas partes queriéndose llevar un pedazo de carne rosada y tibia y toda mía. Había una muerte silenciosa ondulando entre los yuyos; había otra en los oscuros remolinos de la correntada; otra en esta maldita resolana que no perdona, y otras mil en las noches que no acaban, en las madrugadas en las que mi hijo ya no vuelve...
Había peligro en todo: en los aljibes, en las zanjas, en las ventanas abiertas, en la escuela. en la hamaca y las hondas, en los cuchillos y las tormentas. Para que no sufra, yo misma enseñé a mi Basilio a leer, sola lavé, cociné y corté la leña. Lo tenía en cajoncitos cuando tuve que trabajar afuera y cuando caminó no dejé que llegue más allá del portoncito.
Iba conmigo a la iglesia, al almacén y a los velorios. En las visitas me sobaba todo el tiempo la cartera sentado al lado mío y por suerte nunca lo invitaron a una fiesta.
Yo misma le cortaba el pelo y las camisas; le mostré cómo hay que afeitarse y ponerse talco para evitar las paspaduras. Quemé la citación del regimiento y cuando me preguntó por qué no lo llamaban le mentí que a los sin padre no los necesita nadie.
Recién cuando me enfermé de la pierna dejé que fuera solo a comprarme la provista y a entregar la ropa lavada. Le indicaba el camino más corto pero empezó a demorar siglos en volver. Esas veces me volvía más loca que nunca. No hubo caso, al principio se demoraba un rato para escucharlos, luego ya se sentó de amigo con los del Bar.
Tantos años de sufrimientos para que termine en la mesa de un boliche con media docena de atorrantes, escuchando porquerías. Por lo menos, decía yo, si ninguno de ellos trabaja, ni juega al fútbol, ni sale de caza, no hay peligro. Eran seis o siete inútiles, jugando al dominó en la vereda para poder sacar mejor el cuero a la gente.
Terminé por darle para el café con tal que se quedase allí sin moverse y venga a comer y dormir a la casa. Pero no, el más inútil de todos, el hijo de Pereda, tuvo que llevar una escopeta para hacerse ver. Él, el hijo del más rico del pueblo, tenía que ser al que se le escape la perdigonada que me dejó sin alma...
Después del entierro escribí a la hija, seguí lavando ropa afuera y comencé a criar cuanto perro guacho y abandonado encontraba por ahí. Por tan poco me llamaron la "Gringa Loca". Pero mañana todos hablarán de mí. En el mismo jeep en el que lo llevaron preso al hijo de Pereda lo trajeron hace unos meses, en "libertad condicional", o suelto "por falta de pruebas", o algo así; lo único seguro son los millones que había aflojado el padre para que lo larguen. ¿Cuánto haría falta para que me devuelvan el mío?
Sé también que el cretino volvió más porquería que nunca, y que persigue hace rato a una pobre sirvientita que tomaron. No para mucho le ha de dar el amor porque se sabe que la cacheteó un día porque se le quemaron unas ropas con lavandina. No le servirán ésas pero se compra otras... pero yo, ¿qué hago con dos cajas con las de mi hijo? Ahí están sobre el ropero, mejor lavadas y planchadas que nunca, ropas que para siempre no usará el Basilio; como las mías, ya que quemé todas las que no pude teñir de negro.
También dicen que el Pereda armó un escándalo porque a Ia chica se le rompió un frasco de colonia. , . Y yo que dejé a mano uno que era del Basilio, para olerlo de vez en cuando si me amenaza el olvido o se me quiere espantar la rabia que siempre tuve... Entonces, en vez de llorar como el mundo quiere, salgo al patio y les destrozo el espinazo a palos a los perros que junto, que para eso están, para que me aguanten la bronca. Y gracias a ellos mañana todo el pueblo hablará de mí.
Hace tres meses que todas las noches les rompo el alma a esos veinte perros, vistiéndome con las ropas que tiró el hijo de Pereda porque se le "quemaron" con lavandina. Veinte perros alimentados a carne cruda, que cuando olfatean una colonia que se le rompió a la sirvienta de los Pereda, se retuercen de dolor y espanto, queriendo morder a quien desde las sombras los castiga sin piedad, mientras silba como un tordo.
Y esta noche vendrá el hijo de Pereda, caliente y perfumado, buscando el cuerpo de una sirvientita con la que hace tiempo afila en el portoncito de un rancho, en las afueras del pueblo; una negrita que sale a mañerearle la boca apenas siente que él le silba como un tordo desde la oscuridad.
Digo yo si será estúpida la gente, que habiendo otras atorrantas en el pueblo, justo tuvo que gustarle ésta, una pobre muchachita con modales de porteña, en mala hora hija mía y del Gervasio, que se me parece sólo en el odio que tenemos, desde que le escribí a Buenos Aires, contándole lo de su hermano.
La misma sirvientita que cuando sienta el ya pactado silbidito "como de tordo" llamándola por última vez desde el portoncito abierto, me ayudará a soltar veinte perros famélicos, para que mañana y siempre todo el pueblo hable de mí.
MONÓLOGO DE LA GRINGA (cuento de Chaco)
Soy la "Gringa Loca" y mañana todo el pueblo hablará de mí. Como cuando era "La gringa" a secas y empezaron a llamarme así porque no me vieron llorar en el velorio del Basilio. Era el único hijo varón que en mala hora tuve con el Gervasio; me lo mataron como a un pato de estero, con perdigones...
Y yo pregunto si no es como para volverse loca si una dejó que se le seque el alma durante veinte años cuidando un hijo para que al final... Me había salido demasiado rubio y hermoso como para que durase. La hija no: negra y mala como su padre, sólo nos parecíamos en el odio.
Cuando mi hijo murió sangrando por diez mil agujeros yo ya estaba seca desde siempre, Se me había ido la vida de a poco gambeteándole a la muerte desde que él nació. El resto fue sólo para exprimirme lo que quedaba.
El Basilio nació cuando Gervasio ya se había mandado a mudar a tentar suerte a la capital; esperé mucho la plata para seguirlo. Un día apareció para hacerme la otra hija y contarme que todavía no era tiempo para que yo también me vaya.
Nunca más lo vi. Cuando la chica quiso ir con el padre me alegré. Cada uno con lo suyo, pensé, ambos eran iguales, que me dejen con lo mío.
Y yo pregunto si una es loca si sabe que la muerte está en todas partes queriéndose llevar un pedazo de carne rosada y tibia y toda mía. Había una muerte silenciosa ondulando entre los yuyos; había otra en los oscuros remolinos de la correntada; otra en esta maldita resolana que no perdona, y otras mil en las noches que no acaban, en las madrugadas en las que mi hijo ya no vuelve...
Había peligro en todo: en los aljibes, en las zanjas, en las ventanas abiertas, en la escuela. en la hamaca y las hondas, en los cuchillos y las tormentas. Para que no sufra, yo misma enseñé a mi Basilio a leer, sola lavé, cociné y corté la leña. Lo tenía en cajoncitos cuando tuve que trabajar afuera y cuando caminó no dejé que llegue más allá del portoncito.
Iba conmigo a la iglesia, al almacén y a los velorios. En las visitas me sobaba todo el tiempo la cartera sentado al lado mío y por suerte nunca lo invitaron a una fiesta.
Yo misma le cortaba el pelo y las camisas; le mostré cómo hay que afeitarse y ponerse talco para evitar las paspaduras. Quemé la citación del regimiento y cuando me preguntó por qué no lo llamaban le mentí que a los sin padre no los necesita nadie.
Recién cuando me enfermé de la pierna dejé que fuera solo a comprarme la provista y a entregar la ropa lavada. Le indicaba el camino más corto pero empezó a demorar siglos en volver. Esas veces me volvía más loca que nunca. No hubo caso, al principio se demoraba un rato para escucharlos, luego ya se sentó de amigo con los del Bar.
Tantos años de sufrimientos para que termine en la mesa de un boliche con media docena de atorrantes, escuchando porquerías. Por lo menos, decía yo, si ninguno de ellos trabaja, ni juega al fútbol, ni sale de caza, no hay peligro. Eran seis o siete inútiles, jugando al dominó en la vereda para poder sacar mejor el cuero a la gente.
Terminé por darle para el café con tal que se quedase allí sin moverse y venga a comer y dormir a la casa. Pero no, el más inútil de todos, el hijo de Pereda, tuvo que llevar una escopeta para hacerse ver. Él, el hijo del más rico del pueblo, tenía que ser al que se le escape la perdigonada que me dejó sin alma...
Después del entierro escribí a la hija, seguí lavando ropa afuera y comencé a criar cuanto perro guacho y abandonado encontraba por ahí. Por tan poco me llamaron la "Gringa Loca". Pero mañana todos hablarán de mí. En el mismo jeep en el que lo llevaron preso al hijo de Pereda lo trajeron hace unos meses, en "libertad condicional", o suelto "por falta de pruebas", o algo así; lo único seguro son los millones que había aflojado el padre para que lo larguen. ¿Cuánto haría falta para que me devuelvan el mío?
Sé también que el cretino volvió más porquería que nunca, y que persigue hace rato a una pobre sirvientita que tomaron. No para mucho le ha de dar el amor porque se sabe que la cacheteó un día porque se le quemaron unas ropas con lavandina. No le servirán ésas pero se compra otras... pero yo, ¿qué hago con dos cajas con las de mi hijo? Ahí están sobre el ropero, mejor lavadas y planchadas que nunca, ropas que para siempre no usará el Basilio; como las mías, ya que quemé todas las que no pude teñir de negro.
También dicen que el Pereda armó un escándalo porque a Ia chica se le rompió un frasco de colonia. , . Y yo que dejé a mano uno que era del Basilio, para olerlo de vez en cuando si me amenaza el olvido o se me quiere espantar la rabia que siempre tuve... Entonces, en vez de llorar como el mundo quiere, salgo al patio y les destrozo el espinazo a palos a los perros que junto, que para eso están, para que me aguanten la bronca. Y gracias a ellos mañana todo el pueblo hablará de mí.
Hace tres meses que todas las noches les rompo el alma a esos veinte perros, vistiéndome con las ropas que tiró el hijo de Pereda porque se le "quemaron" con lavandina. Veinte perros alimentados a carne cruda, que cuando olfatean una colonia que se le rompió a la sirvienta de los Pereda, se retuercen de dolor y espanto, queriendo morder a quien desde las sombras los castiga sin piedad, mientras silba como un tordo.
Y esta noche vendrá el hijo de Pereda, caliente y perfumado, buscando el cuerpo de una sirvientita con la que hace tiempo afila en el portoncito de un rancho, en las afueras del pueblo; una negrita que sale a mañerearle la boca apenas siente que él le silba como un tordo desde la oscuridad.
Digo yo si será estúpida la gente, que habiendo otras atorrantas en el pueblo, justo tuvo que gustarle ésta, una pobre muchachita con modales de porteña, en mala hora hija mía y del Gervasio, que se me parece sólo en el odio que tenemos, desde que le escribí a Buenos Aires, contándole lo de su hermano.
La misma sirvientita que cuando sienta el ya pactado silbidito "como de tordo" llamándola por última vez desde el portoncito abierto, me ayudará a soltar veinte perros famélicos, para que mañana y siempre todo el pueblo hable de mí.
María Esther de Miguel, nació en Larroque, Entre Ríos. Se ha desempeñado en la docencia y en el periodismo. Obtuvo: el Premio Emecé de novela, 1961 por "La hora undécima"; Premio Fondo Nacional de la Artes y Municipal, 1965 por "Los que comimos a Solís", Primer Premio Municipal y Premio de Cultura de la Provincia de Entre Ríos, 1980 por "Espejos y Daguerrotipos", Premio Feria del Libro, 1994, Premio Silvina Bullrich, 1995, Premio Nacional de Literatura, 1997 por "La amante del Restaurador", y Premio Planeta 1996 por "El general, el pintor y la dama", así como Palma de Plata del Pen Club, el Konex de Platino para cuento y el Premio Dupuytrén. Ha sido directora del fondo Nacional de las Artes. Entre sus obras, se pueden nombrar, además de las anteriormente citadas: "Pueblamérica" (1973). novela, "Jaque a Paysandú" (1983). novela, "Dos para arriba, uno para abajo" (1986). cuentos; "Las batallas secretas de Belgrano" (1995). novela, "En el otro lado del tablero" (1997), cuentos.
Breve historia casi real (cuento de Entre Ríos)
Se llamaba Sacramento Álvarez. Era alto y flaco, y de puro encorvado parecía un garabato. Era, además, el cuidador del cementerio en ese pueblo de mala muerte donde hasta la muerte podía ser una novedad. Aquel día, Sacramento Álvarez quedó agotado: había muerto Luisa Rossi, la rubia enfermera de la clínica, y acontecimientos como ése, claro está, incidían en su labor.
El tuvo ocasión de escuchar las dispersas voces que propagaron la noticia: una intoxicación, parece que diagnosticaron los médicos; exceso de barbitúricos, repitieron vecinos menos piadosos, aunque algunos agregaron: un descuido, quizá. Pero el rumor unánime y subterráneo musitó: suicidio. A Sacramento Álvarez sólo le quedó la pena de saber que ya no vería más a esa muchachita frágil que todos los domingos, apenas asomaba el alba, se acercaba hasta el cementerio para perderse entre sus minúsculos senderos, un ramo de rosas en las manos y una mirada triste en los ojos claros rumbeando, precisamente, para el lado ese al que la habían llevado por la mañana, un lugar cercano a la venerable bóveda de los Fernández Duval.
Vaya pues con la coincidencia, pensó ese día y al siguiente, cuando regresó para retirar las flores que, marchito su esplendor de un día, proclamaban la fugaz persistencia de lo efímero. Porque, miren que en su momento el pueblo habló y habló de esos dos: de la enfermera rubia y del doctorcito aquel, recuerda Sacramento Álvarez. Y si no insistieron más en la cosa, fue por el alto cargo del hombre, por la prudencia de su propia mujer, y por ese accidente en el que ambos murieron unos meses atrás, poniendo así fin al vértigo de conjeturas.
"Aquí reposan los restos del doctor Elbio Fernández Duval, médico ejemplar, y los de su mujer, María Teresa, esposa abnegada", decía la leyenda al pie de las dos estatuas que la solidaridad de la gente levantó en el lugar. Por pura costumbre, Sacramento Álvarez volvió a leer la inscripción ese día; pero algo insólito llamó su atención primero, solicitó su asombro luego y concluyó alarmándolo: desde la vecina tumba de Luisa Rossi, un leve trazo de pisadas nacía, se prolongaba y concluía justo frente a la estatua del doctor Fernández. Ajá, musitó, ya casi repuesto, como haciéndose cargo de la cosa, más intrigado que sorprendido ante los dobles y entremezclados rastros que desde la grava, el pasto húmedo y la callejuela polvorienta, parecían deshacer, con agresivo desparpajo, la intimidad de un secreto.
Ni por un momento Sacramento Álvarez pensó que la influencia del tinto, al cual era adicto, lo volvía propenso a divagar; tampoco se imaginó víctima de alguna fantasía: simplemente se supo depositario de un secreto y se quedó callado, sin decir ni mu ese día ni los días siguientes. De algún modo, su silencio fue el homenaje o la colaboración que pudo brindar a los enamorados urgidos a concluir con tres vidas para poder entenderse sin mañosos estorbos. Y hasta compadeció a la otra, a la mujer de Fernández, de rostro inmutable, en vida, como las ondulaciones de su traje de mármol entonces.
Durante algunos meses las cosas siguieron tranquilas, dentro de su sigilosa ambigüedad, hasta que se aproximó el primer aniversario de los Fernández Duval. Conocedor de las circunstancias lugareñas, Sacramento Álvarez supo que para esa fecha la gente sacudiría sus hábitos letárgicos y se volcaría con flores, placas y discursos en el cementerio. La tarea de él consistiría, entendió, en extremar cuidados a fin de que la vieja grieta por la que tantas habladurías se habían colado, no volviera a abrirse: así lo exigía el eterno reposo de sus muertos, dictaminó.
Limpió una tumba y la otra, repasó baldosas, mármoles y césped una vez y otra vez y, en el anochecer de esa víspera, hasta marchó de una sepultura a otra –de una sombra a la otra, habría que decir para ser más exactos–, murmurando quién sabe qué; aconsejando prudencia, pienso yo.
No obstante, a la mañana siguiente, como sabiendo de antemano que mal pueden dos enamorados acatar los consejos de un viejo, apenitas el sol apuntó en la satura con que cielo y trigo cercaban al pueblo por el lado del horizonte, Sacramento Álvarez cargó con sus elementos de limpieza y marchó hacia el rincón de sus desvelos, adelantándose al más madrugador de los pobladores. No sería por él, no, que el secreto se propagaría a los cuatro vientos, comunicando el extraño intercambio sentimental que noche a noche allí se cumplía.
Pero, al llegar al lugar, Sacramento Álvarez sonrió enternecido, casi con agradecimiento, podría decirse, a esos dos enamorados que, pese a sus conjeturas maliciosas, se habían abstenido del encuentro o, por lo menos, evitaron dejar rastros que alertaran a la gente del pueblo. Ante el sendero impecable, apenitas salpicado con alguna gota de rocío, supo que estaban de más sus cuidados. Y ya se volvía a su casa a fin de ponerse el traje reservado para ocasiones como ésa, en que debía presentarse con toda su dignidad, cuando descubrió algo que esta vez sí lo enterneció de veras: las manos de María Teresa Fernández, encogidas sobre su falda de mármol, estaban sucias de tierra, salpicadas de grava y, en sus rodillas, restos de césped atestiguaban el largo trajinar de quien se había adelantado a los propios afanes de él, de Sacramento Álvarez.
Breve historia casi real (cuento de Entre Ríos)
Se llamaba Sacramento Álvarez. Era alto y flaco, y de puro encorvado parecía un garabato. Era, además, el cuidador del cementerio en ese pueblo de mala muerte donde hasta la muerte podía ser una novedad. Aquel día, Sacramento Álvarez quedó agotado: había muerto Luisa Rossi, la rubia enfermera de la clínica, y acontecimientos como ése, claro está, incidían en su labor.
El tuvo ocasión de escuchar las dispersas voces que propagaron la noticia: una intoxicación, parece que diagnosticaron los médicos; exceso de barbitúricos, repitieron vecinos menos piadosos, aunque algunos agregaron: un descuido, quizá. Pero el rumor unánime y subterráneo musitó: suicidio. A Sacramento Álvarez sólo le quedó la pena de saber que ya no vería más a esa muchachita frágil que todos los domingos, apenas asomaba el alba, se acercaba hasta el cementerio para perderse entre sus minúsculos senderos, un ramo de rosas en las manos y una mirada triste en los ojos claros rumbeando, precisamente, para el lado ese al que la habían llevado por la mañana, un lugar cercano a la venerable bóveda de los Fernández Duval.
Vaya pues con la coincidencia, pensó ese día y al siguiente, cuando regresó para retirar las flores que, marchito su esplendor de un día, proclamaban la fugaz persistencia de lo efímero. Porque, miren que en su momento el pueblo habló y habló de esos dos: de la enfermera rubia y del doctorcito aquel, recuerda Sacramento Álvarez. Y si no insistieron más en la cosa, fue por el alto cargo del hombre, por la prudencia de su propia mujer, y por ese accidente en el que ambos murieron unos meses atrás, poniendo así fin al vértigo de conjeturas.
"Aquí reposan los restos del doctor Elbio Fernández Duval, médico ejemplar, y los de su mujer, María Teresa, esposa abnegada", decía la leyenda al pie de las dos estatuas que la solidaridad de la gente levantó en el lugar. Por pura costumbre, Sacramento Álvarez volvió a leer la inscripción ese día; pero algo insólito llamó su atención primero, solicitó su asombro luego y concluyó alarmándolo: desde la vecina tumba de Luisa Rossi, un leve trazo de pisadas nacía, se prolongaba y concluía justo frente a la estatua del doctor Fernández. Ajá, musitó, ya casi repuesto, como haciéndose cargo de la cosa, más intrigado que sorprendido ante los dobles y entremezclados rastros que desde la grava, el pasto húmedo y la callejuela polvorienta, parecían deshacer, con agresivo desparpajo, la intimidad de un secreto.
Ni por un momento Sacramento Álvarez pensó que la influencia del tinto, al cual era adicto, lo volvía propenso a divagar; tampoco se imaginó víctima de alguna fantasía: simplemente se supo depositario de un secreto y se quedó callado, sin decir ni mu ese día ni los días siguientes. De algún modo, su silencio fue el homenaje o la colaboración que pudo brindar a los enamorados urgidos a concluir con tres vidas para poder entenderse sin mañosos estorbos. Y hasta compadeció a la otra, a la mujer de Fernández, de rostro inmutable, en vida, como las ondulaciones de su traje de mármol entonces.
Durante algunos meses las cosas siguieron tranquilas, dentro de su sigilosa ambigüedad, hasta que se aproximó el primer aniversario de los Fernández Duval. Conocedor de las circunstancias lugareñas, Sacramento Álvarez supo que para esa fecha la gente sacudiría sus hábitos letárgicos y se volcaría con flores, placas y discursos en el cementerio. La tarea de él consistiría, entendió, en extremar cuidados a fin de que la vieja grieta por la que tantas habladurías se habían colado, no volviera a abrirse: así lo exigía el eterno reposo de sus muertos, dictaminó.
Limpió una tumba y la otra, repasó baldosas, mármoles y césped una vez y otra vez y, en el anochecer de esa víspera, hasta marchó de una sepultura a otra –de una sombra a la otra, habría que decir para ser más exactos–, murmurando quién sabe qué; aconsejando prudencia, pienso yo.
No obstante, a la mañana siguiente, como sabiendo de antemano que mal pueden dos enamorados acatar los consejos de un viejo, apenitas el sol apuntó en la satura con que cielo y trigo cercaban al pueblo por el lado del horizonte, Sacramento Álvarez cargó con sus elementos de limpieza y marchó hacia el rincón de sus desvelos, adelantándose al más madrugador de los pobladores. No sería por él, no, que el secreto se propagaría a los cuatro vientos, comunicando el extraño intercambio sentimental que noche a noche allí se cumplía.
Pero, al llegar al lugar, Sacramento Álvarez sonrió enternecido, casi con agradecimiento, podría decirse, a esos dos enamorados que, pese a sus conjeturas maliciosas, se habían abstenido del encuentro o, por lo menos, evitaron dejar rastros que alertaran a la gente del pueblo. Ante el sendero impecable, apenitas salpicado con alguna gota de rocío, supo que estaban de más sus cuidados. Y ya se volvía a su casa a fin de ponerse el traje reservado para ocasiones como ésa, en que debía presentarse con toda su dignidad, cuando descubrió algo que esta vez sí lo enterneció de veras: las manos de María Teresa Fernández, encogidas sobre su falda de mármol, estaban sucias de tierra, salpicadas de grava y, en sus rodillas, restos de césped atestiguaban el largo trajinar de quien se había adelantado a los propios afanes de él, de Sacramento Álvarez.
HUGO DEL ROSSO, Hijo de una familia de inmigrantes italianos, nació en Formosa en 1926. Realizó sus estudios secundarios en Misiones, y siguió el Profesorado de Educación Física. Su vocación íntima lo llevó a escribir primeramente, "Páginas de amor, angustia y soledad" y más adelante "Noche sin estrellas" , "Sol a pique" y "Más cuentos cortos para el niño triste".
ABUELO (cuento de Formosa, 1979)
Abuelo, abuelo, sin hacer ruido abuelo. Levántese que terminé la pandorga, vamos a remontarla. Qué siesta ni qué calor. . , abuelo, me extraña, si está nubladito y sopla un lindo viento del norte. Va a subir fenómeno el barrilete. -Le puse una tira de bramadoras que van a meter cualquier ruido. ¿Andará con hilo dieciséis abuelo o vamos a usar el ovillo de piolín? ¿El hilo dieciséis? Bueno, meta, si usted lo dice, el hilo dieciséis.
Mídale el barbijo abuelo a ver si lo saqué parejo. Y la cola abuelo, no será poca. Consiga más trapo si quiere abuelo. ¿O le atamos una ramita? Y la sobre cola está bien. Bien. Todo al pelo entonces.
Al baldío abuelo, a la canchita, sin hacer ruido que después se arma lío. Pero así en chancletas no va a poder, qué le cuesta calzarse las alpargatas. Lindo el vientito, pero me parece un poco fuerte para el hilo dieciséis.
Guarda Abuelo, ande con cuidado, no ve que se enrieda* el hilo en los yuyos, ésa es la macana del hilo dieciséis, se enrieda de nada. Bueno, yo lo sujeto y usted lo remonta. Lo llevo lejos así no necesita correr, no le vaya pasar como la vez pasada que se me fue de culo al suelo. Pero ya sabe Abuelo cómo es la cosa: aflojar lento y recoger rápido, hasta que agarra el viento de arriba y se va solo.
Listo... ¡Ya! ¡Recoja abuelo! ¡Afloje Abuelo! Bien che, ahí va al pelo. Bien Abuelo, se pasó, cualquier cantidad. Qué calidad, eh Abuelo. Me da que lo tenga un rato. Caracho digo qué tirante. ¿Aguantará el hilo dieciséis, che? Le metemos un "telegrama" abuelo, listo, meta. Aaah, mire como sube Abuelo, .qué kilo. A ver, para quién el telegrama.
Ya sé, para la Nona. Qué hay Abuelo, para la Nona le dije. A la pucha que se puso fuerte el viento, aflójele Abuelo. ¡Abuelo! no me oye ¡Aflójele! Qué le pasa Abuelo que no me escucha, en qué diablos está pensando. Afloje, afloje que se suelta..¡La Gran pucha!, se soltó. Le dije que aflojara. Abuelo chambón, siempre me hace macanas,
No se vaya, espéreme aquí que yo lo corro. Qué viento del diablo, qué lejos lo lleva, y yo le dije al Abuelo para poner el piolín en vez del dieciséis. Pucha digo, se va derecho a los cables de la luz... Y se ensartó nomás. Chau pandorga que duró tan poco. Abuelo chambón, ya no sirve para nada,
Sabe qué, abuelo. Mañana voy a hacer una de cinco varillas bien finitas y un poco más chica. Pero le vamos a meter el piolín, porque el hilo dieciséis no sirve, ya se ve. Y además usted me chamboneó abuelo, le dije que le afloje y se quedó abriendo la boca, No es por la pandorga, total, qué le vamos a hacer. Pero justo cuando le pusimos el mensaje para la Nona. ¿Qué hay abuelo?, se siente mal, Pero qué dije de malo, no me haga caso. Macana que usted tuvo la culpa. Se cortó y se cortó, qué le vamos hacer. Palabra abuelo le digo, no me cree abuelo. Le juro... por la Nona le juro abuelo.
Ahí, ahí, meta cuchillo. Pucha que está lerdo abuelo, otra lombriz que se nos va. Guarda con el tarro. Listo, vamos ¿Y su gorra abuelo? No, usted está loco que se va ir así, con la pelada al aire en este sol rajante. No, está loco, espere que yo le traigo la gorra.
No encontré la gorra abuelo, pero le traje este sombrero de paja que usaba antes, cuando trabajaba en la huerta. Uyyy qué risa, parece un "carrero caú". No mentira abuelo, te queda fenómeno, al pelete le queda.
Pucha abuelo, revolvió toda la bolsa, mire cómo se enredaron las liñadas.
Ahiìi pica. Plin, caja, otro al buche. Qué paliza abuelo, yo tres bagres y usted ni medio. Pero cómo a mí me pican a cada rato y a usted nada. A ver, recoja, vamos a revisar los anzuelos. No le dije, vacíos. Así cómo va a picar. Pero usted se me duerme, así no vale. Usted no pesca, está bañando las lombrices, atienda más abuelo. Deje, deme un rato, yo le voy a ensartar bien ensartadas las lombrices. Yo cinco bagres y usted sapo. Cinco a cero, qué papelón abuelo.
Eaeeh, abuelo dormido, que está picando, mire que corrida, parece de patí. Espere, no te tire, déjelo Ilevar. Deje, deje... Ahora sí, se ensartó. Bien por el abuelo, campeón de pesca. Tráigalo despacio, no, no se me apure. ¿Tira fuerte?; a ver.
Madona que tira lindo, un patí por lo menos como le dije. Guarda abuelo, con cuidado que el patí es mañero y blando de boca. Así, así, tranquilo pibe. Ahí ya se le ve el lomo, ojo ahora, Cuidado que empieza a saltar, déjelo que lleve otra vez. Dejeló, dejeló que lleve, no lo tironee que se le va a romper la boca. Cuidado abuelo. ¡No!, así a los saques, no. Pucha digo, se me abatató, a ver si lo ayudo. No, no tan rápido, cuidado ese tirón, cuidado, cuidado, nooooo.
Y no le dije, se le fue. y era un patí así de grande por lo menos.
Abuelo chambón, ya no sirve para nada. Diga que no está la Nona, si no sabe cómo se iba a burlar. Se acuerda aquella vez que se desmoronó la barranquita en la boca del riacho y usted se fue de panza al agua. Cómo se rió la Nona, nadie se reía como ella, parecía una campanilla cuando se reía. Qué risa contagiosa que tenía, se acuerda abuelo.
Qué le pasa abuelo, no se vaya poner triste por un miserable patí que se le escapó, le pasa al mejor pescador. No me haga caso porque le dije abuelo chambón, si sabe que no es cierto. Dé gracias sí que no estaba la Nona, Ella sí que lo iba a cargar, se iba a reír hasta reventar. Alégrese abuelo, dé gracias que no está la Nona...
No haga ruido abuelo, pise con cuidado. Guarda esa rama. Fíjese que allí hay barro. La pucha, y eso que le avisé, metió nomás la pata, Mire, sus alpargatas Iimpias quedaron a la miseria. Uyyy, qué regia torcaza allí en esa rama. Es mía pibe, enseguida te hago sonar mi alma. Quieto por favor abuelo que yo me arrimo un poco más así la aseguro. No se mueva le digo, espere allí. La gran pucha, no tenía otro momento para toser, justo cuando la tenía a tiro me la vino a espantar.
A propósito abuelo, hay un montón de bodoques rajados, son los que usted hizo. Sabe por qué le salieron rajados, porque mezcló lodo colorado con tierra negra. Sabe por qué. Porque usted siempre quiere saber mejor las cosas. Y no solamente por eso se le rajaron. Los dejó olvidados como siempre y entonces les dio el sol. Si usted sabe bien que cuando se secan al sol se rajan. Pero usted es caprichoso abuelo y siempre quiere tener razón, ya ni bodoques sabe hacer como la gente. Uyyyy, mire allí, otra torcaza. Esta no la podemos perder, así que por favor abuelo no se me vaya a poner a toser sobre la hora.
Queee dice abuelo, que le quiere tirar usted. No, está loco, usted se me piantó compañero. Se va a romper los dedos a bodocazos y la torcaza se va morir de risa.
Bueno está bien, dése el gusto, tome la honda. Y metalé con un bodoque de loa buenos, no como esos rajados que usted hizo.
Bueno, yo me quedo quieto y usted arrímese sin hacer ruido. Pobre abuelo, le va errar por una legua.
Ahí nomás abuelo, bueno metalé ya, no se arrime tanto, total es lo mismo.
Bueno, abuelo, ahora o nunca, metalé le digo. Capaz que en sus narices. Metalé abuelo sacúdale de una vez que se vuela. ¡Listo! Nooo, no lo puedo creer, le dio. Bien por el abuelo campeón. El abuelo para todo et mundo, cagó fuego la paloma torcaza.
Abuelo... Se me engrupió ¿eh? Le chantó a la torcaza. No se me haga el interesante, en qué va pensando, déme bolilla abuelo. Vamos, que no es para tanto, cualquiera va creer que nunca cazó una torcaza.
Dé gracias sí que no está la Nona. Se acuerda que la Nona no quería que les matara a las torcazas. Si estaba la Nona y se enteraba que mató una torcaza le iba a sacudir unos buenos alpargatazos, como me sacudió una vez a mí, bajándome los pantalones y bien en el culo.
Qué le pasa abuelo. No, no tire la torcaza, demelá a mí que la llevo a casa. De qué vamos a tener miedo si la Nona ya no está.
Soñé con la Nona. Qué bien que la vi, como si estuviera viva. Soñé un montón de cosas. Cuando la Nona se iba al mercado con el bastón de tacuara y la bolsa de lona y peleaba hasta por los cinco centavos del perejil.
Soñé con la perra de la Nona, que la seguía a todas partes. Hasta a la iglesia. Me acuerdo una vez que el cura la pateó a la perra de la Nona y la Nona casi te pega un bastonazo al cura.
Soñé cuando la Nona me dio treinta guitas para comprar una pelota de goma. Pero cómo me hizo sufrir para dármelos. Me hizo rezar todo un rosario. Menos mal que eran los Misterios Gloriosas, mucho menos aburridos que !os otros. Y además le metía trampa con los avemarías. Pero esta vez en el sueño era la Nona la que hacía trampa guiñándome un ojo.
Soñé con los caramelos de menta llenos de pelusa que la Nona me daba de tanto en tanto, y creo que les sentí hasta el gusto.
Soñé que la Nona no se había muerto, y cuando me desperté sobresaltado la vi cruzar por el patio, con su figura chiquita y encorvada, su pollera larga y negra, su bata blanca y su mantilla también negra. Me agarré flor de julepe y me tapé todo porque era de noche, estaba oscuro y no sabía si la Nona vivía o se había muerto, o si era un fantasma de la Nona.
Después me agarró unas ganas bárbaras de mear, pero no me animé a levantarme y me meé en la cama. Le iba a contar al abuelo que haba soñado con la Nona, pero esa mañana amaneció enfermo y no me dejaron que lo molestara. Después me mandaron de viaje.
Debe ser otoño. Es inútil, pero no puedo explicar cómo es el asunto. Sin embargo lo siento aquí, en la garganta. Por qué será que cuando uno es chico no tiene noción del tiempo, del que pasó, del que es, y del que falta para alguna cosa.
Menos mal que pronto llego y entonces de nuevo con el abuelo la cosa va a ser distinta.
Cómo lo extraño al abuelo. Pobre abuelo, tanto que lo retaba, no era justo, nunca más lo voy a retar. Cuando íbamos a pescar, abuelo chambón. Cuando remontábamos barriletes, abuelo chambón. Cuando íbamos a cazar con la honda, abuelo chambón. Y que no servís para nada abuelo. Macana que no va a servir, yo decía nomás, pero no vale. Yo sin el abuelo me muero.
Qué raro está el tiempo, no me gusta, me asusta un poco. Esas nubes alargadas parecen la ropa de una bruja.
No me gusta el sol anaranjado. Desde cuando el sol es anaranjado, nunca lo había visto así.
Qué extraños están los árboles, todos sin hojas, parecen esqueletos. Será porque es otoño. ¿No? Es invierno entonces. ¡Qué se yo! Qué distinto sopla el viento, desde la ventanilla del tren lo noto. Levanta remolinos chiquitos de tierra y hojas secas. Parecen enanos los remolinos, pero enanos malditos que se ríen de mi. Por qué se ríen de mí los enanos, por qué se burlan, enanos del diablo.
Suerte que llegamos. Después de la curva, ya está la estación. Qué alivio ver de nuevo el paisaje familiar y querido. Eeeeh, abuelo, dónde va para el lado contrario, no ve que yo estoy llegando.
Abueloooo, por lo menos espere que pare el tren y lo alcanzo. Por qué corre para el otro lado el abuelo, por qué se escapa con el sombrero de paja, la pandorga, la liñada y la honda. No se vaya solo abuelo, espéreme. Juntos como siempre. No me haga caso cuando lo reto si es en broma, si usted me falta yo me muero abuelo. . , Se me pierde, por favor, atájenlo al abuelo.
No, no puede ser. ¿Y el abueto7 ¿Se fue? Y se fue no más.
Abuelo falluto, abuelo chambón. Dé gracias que no está la Nona.
ABUELO (cuento de Formosa, 1979)
Abuelo, abuelo, sin hacer ruido abuelo. Levántese que terminé la pandorga, vamos a remontarla. Qué siesta ni qué calor. . , abuelo, me extraña, si está nubladito y sopla un lindo viento del norte. Va a subir fenómeno el barrilete. -Le puse una tira de bramadoras que van a meter cualquier ruido. ¿Andará con hilo dieciséis abuelo o vamos a usar el ovillo de piolín? ¿El hilo dieciséis? Bueno, meta, si usted lo dice, el hilo dieciséis.
Mídale el barbijo abuelo a ver si lo saqué parejo. Y la cola abuelo, no será poca. Consiga más trapo si quiere abuelo. ¿O le atamos una ramita? Y la sobre cola está bien. Bien. Todo al pelo entonces.
Al baldío abuelo, a la canchita, sin hacer ruido que después se arma lío. Pero así en chancletas no va a poder, qué le cuesta calzarse las alpargatas. Lindo el vientito, pero me parece un poco fuerte para el hilo dieciséis.
Guarda Abuelo, ande con cuidado, no ve que se enrieda* el hilo en los yuyos, ésa es la macana del hilo dieciséis, se enrieda de nada. Bueno, yo lo sujeto y usted lo remonta. Lo llevo lejos así no necesita correr, no le vaya pasar como la vez pasada que se me fue de culo al suelo. Pero ya sabe Abuelo cómo es la cosa: aflojar lento y recoger rápido, hasta que agarra el viento de arriba y se va solo.
Listo... ¡Ya! ¡Recoja abuelo! ¡Afloje Abuelo! Bien che, ahí va al pelo. Bien Abuelo, se pasó, cualquier cantidad. Qué calidad, eh Abuelo. Me da que lo tenga un rato. Caracho digo qué tirante. ¿Aguantará el hilo dieciséis, che? Le metemos un "telegrama" abuelo, listo, meta. Aaah, mire como sube Abuelo, .qué kilo. A ver, para quién el telegrama.
Ya sé, para la Nona. Qué hay Abuelo, para la Nona le dije. A la pucha que se puso fuerte el viento, aflójele Abuelo. ¡Abuelo! no me oye ¡Aflójele! Qué le pasa Abuelo que no me escucha, en qué diablos está pensando. Afloje, afloje que se suelta..¡La Gran pucha!, se soltó. Le dije que aflojara. Abuelo chambón, siempre me hace macanas,
No se vaya, espéreme aquí que yo lo corro. Qué viento del diablo, qué lejos lo lleva, y yo le dije al Abuelo para poner el piolín en vez del dieciséis. Pucha digo, se va derecho a los cables de la luz... Y se ensartó nomás. Chau pandorga que duró tan poco. Abuelo chambón, ya no sirve para nada,
Sabe qué, abuelo. Mañana voy a hacer una de cinco varillas bien finitas y un poco más chica. Pero le vamos a meter el piolín, porque el hilo dieciséis no sirve, ya se ve. Y además usted me chamboneó abuelo, le dije que le afloje y se quedó abriendo la boca, No es por la pandorga, total, qué le vamos a hacer. Pero justo cuando le pusimos el mensaje para la Nona. ¿Qué hay abuelo?, se siente mal, Pero qué dije de malo, no me haga caso. Macana que usted tuvo la culpa. Se cortó y se cortó, qué le vamos hacer. Palabra abuelo le digo, no me cree abuelo. Le juro... por la Nona le juro abuelo.
Ahí, ahí, meta cuchillo. Pucha que está lerdo abuelo, otra lombriz que se nos va. Guarda con el tarro. Listo, vamos ¿Y su gorra abuelo? No, usted está loco que se va ir así, con la pelada al aire en este sol rajante. No, está loco, espere que yo le traigo la gorra.
No encontré la gorra abuelo, pero le traje este sombrero de paja que usaba antes, cuando trabajaba en la huerta. Uyyy qué risa, parece un "carrero caú". No mentira abuelo, te queda fenómeno, al pelete le queda.
Pucha abuelo, revolvió toda la bolsa, mire cómo se enredaron las liñadas.
Ahiìi pica. Plin, caja, otro al buche. Qué paliza abuelo, yo tres bagres y usted ni medio. Pero cómo a mí me pican a cada rato y a usted nada. A ver, recoja, vamos a revisar los anzuelos. No le dije, vacíos. Así cómo va a picar. Pero usted se me duerme, así no vale. Usted no pesca, está bañando las lombrices, atienda más abuelo. Deje, deme un rato, yo le voy a ensartar bien ensartadas las lombrices. Yo cinco bagres y usted sapo. Cinco a cero, qué papelón abuelo.
Eaeeh, abuelo dormido, que está picando, mire que corrida, parece de patí. Espere, no te tire, déjelo Ilevar. Deje, deje... Ahora sí, se ensartó. Bien por el abuelo, campeón de pesca. Tráigalo despacio, no, no se me apure. ¿Tira fuerte?; a ver.
Madona que tira lindo, un patí por lo menos como le dije. Guarda abuelo, con cuidado que el patí es mañero y blando de boca. Así, así, tranquilo pibe. Ahí ya se le ve el lomo, ojo ahora, Cuidado que empieza a saltar, déjelo que lleve otra vez. Dejeló, dejeló que lleve, no lo tironee que se le va a romper la boca. Cuidado abuelo. ¡No!, así a los saques, no. Pucha digo, se me abatató, a ver si lo ayudo. No, no tan rápido, cuidado ese tirón, cuidado, cuidado, nooooo.
Y no le dije, se le fue. y era un patí así de grande por lo menos.
Abuelo chambón, ya no sirve para nada. Diga que no está la Nona, si no sabe cómo se iba a burlar. Se acuerda aquella vez que se desmoronó la barranquita en la boca del riacho y usted se fue de panza al agua. Cómo se rió la Nona, nadie se reía como ella, parecía una campanilla cuando se reía. Qué risa contagiosa que tenía, se acuerda abuelo.
Qué le pasa abuelo, no se vaya poner triste por un miserable patí que se le escapó, le pasa al mejor pescador. No me haga caso porque le dije abuelo chambón, si sabe que no es cierto. Dé gracias sí que no estaba la Nona, Ella sí que lo iba a cargar, se iba a reír hasta reventar. Alégrese abuelo, dé gracias que no está la Nona...
No haga ruido abuelo, pise con cuidado. Guarda esa rama. Fíjese que allí hay barro. La pucha, y eso que le avisé, metió nomás la pata, Mire, sus alpargatas Iimpias quedaron a la miseria. Uyyy, qué regia torcaza allí en esa rama. Es mía pibe, enseguida te hago sonar mi alma. Quieto por favor abuelo que yo me arrimo un poco más así la aseguro. No se mueva le digo, espere allí. La gran pucha, no tenía otro momento para toser, justo cuando la tenía a tiro me la vino a espantar.
A propósito abuelo, hay un montón de bodoques rajados, son los que usted hizo. Sabe por qué le salieron rajados, porque mezcló lodo colorado con tierra negra. Sabe por qué. Porque usted siempre quiere saber mejor las cosas. Y no solamente por eso se le rajaron. Los dejó olvidados como siempre y entonces les dio el sol. Si usted sabe bien que cuando se secan al sol se rajan. Pero usted es caprichoso abuelo y siempre quiere tener razón, ya ni bodoques sabe hacer como la gente. Uyyyy, mire allí, otra torcaza. Esta no la podemos perder, así que por favor abuelo no se me vaya a poner a toser sobre la hora.
Queee dice abuelo, que le quiere tirar usted. No, está loco, usted se me piantó compañero. Se va a romper los dedos a bodocazos y la torcaza se va morir de risa.
Bueno está bien, dése el gusto, tome la honda. Y metalé con un bodoque de loa buenos, no como esos rajados que usted hizo.
Bueno, yo me quedo quieto y usted arrímese sin hacer ruido. Pobre abuelo, le va errar por una legua.
Ahí nomás abuelo, bueno metalé ya, no se arrime tanto, total es lo mismo.
Bueno, abuelo, ahora o nunca, metalé le digo. Capaz que en sus narices. Metalé abuelo sacúdale de una vez que se vuela. ¡Listo! Nooo, no lo puedo creer, le dio. Bien por el abuelo campeón. El abuelo para todo et mundo, cagó fuego la paloma torcaza.
Abuelo... Se me engrupió ¿eh? Le chantó a la torcaza. No se me haga el interesante, en qué va pensando, déme bolilla abuelo. Vamos, que no es para tanto, cualquiera va creer que nunca cazó una torcaza.
Dé gracias sí que no está la Nona. Se acuerda que la Nona no quería que les matara a las torcazas. Si estaba la Nona y se enteraba que mató una torcaza le iba a sacudir unos buenos alpargatazos, como me sacudió una vez a mí, bajándome los pantalones y bien en el culo.
Qué le pasa abuelo. No, no tire la torcaza, demelá a mí que la llevo a casa. De qué vamos a tener miedo si la Nona ya no está.
Soñé con la Nona. Qué bien que la vi, como si estuviera viva. Soñé un montón de cosas. Cuando la Nona se iba al mercado con el bastón de tacuara y la bolsa de lona y peleaba hasta por los cinco centavos del perejil.
Soñé con la perra de la Nona, que la seguía a todas partes. Hasta a la iglesia. Me acuerdo una vez que el cura la pateó a la perra de la Nona y la Nona casi te pega un bastonazo al cura.
Soñé cuando la Nona me dio treinta guitas para comprar una pelota de goma. Pero cómo me hizo sufrir para dármelos. Me hizo rezar todo un rosario. Menos mal que eran los Misterios Gloriosas, mucho menos aburridos que !os otros. Y además le metía trampa con los avemarías. Pero esta vez en el sueño era la Nona la que hacía trampa guiñándome un ojo.
Soñé con los caramelos de menta llenos de pelusa que la Nona me daba de tanto en tanto, y creo que les sentí hasta el gusto.
Soñé que la Nona no se había muerto, y cuando me desperté sobresaltado la vi cruzar por el patio, con su figura chiquita y encorvada, su pollera larga y negra, su bata blanca y su mantilla también negra. Me agarré flor de julepe y me tapé todo porque era de noche, estaba oscuro y no sabía si la Nona vivía o se había muerto, o si era un fantasma de la Nona.
Después me agarró unas ganas bárbaras de mear, pero no me animé a levantarme y me meé en la cama. Le iba a contar al abuelo que haba soñado con la Nona, pero esa mañana amaneció enfermo y no me dejaron que lo molestara. Después me mandaron de viaje.
Debe ser otoño. Es inútil, pero no puedo explicar cómo es el asunto. Sin embargo lo siento aquí, en la garganta. Por qué será que cuando uno es chico no tiene noción del tiempo, del que pasó, del que es, y del que falta para alguna cosa.
Menos mal que pronto llego y entonces de nuevo con el abuelo la cosa va a ser distinta.
Cómo lo extraño al abuelo. Pobre abuelo, tanto que lo retaba, no era justo, nunca más lo voy a retar. Cuando íbamos a pescar, abuelo chambón. Cuando remontábamos barriletes, abuelo chambón. Cuando íbamos a cazar con la honda, abuelo chambón. Y que no servís para nada abuelo. Macana que no va a servir, yo decía nomás, pero no vale. Yo sin el abuelo me muero.
Qué raro está el tiempo, no me gusta, me asusta un poco. Esas nubes alargadas parecen la ropa de una bruja.
No me gusta el sol anaranjado. Desde cuando el sol es anaranjado, nunca lo había visto así.
Qué extraños están los árboles, todos sin hojas, parecen esqueletos. Será porque es otoño. ¿No? Es invierno entonces. ¡Qué se yo! Qué distinto sopla el viento, desde la ventanilla del tren lo noto. Levanta remolinos chiquitos de tierra y hojas secas. Parecen enanos los remolinos, pero enanos malditos que se ríen de mi. Por qué se ríen de mí los enanos, por qué se burlan, enanos del diablo.
Suerte que llegamos. Después de la curva, ya está la estación. Qué alivio ver de nuevo el paisaje familiar y querido. Eeeeh, abuelo, dónde va para el lado contrario, no ve que yo estoy llegando.
Abueloooo, por lo menos espere que pare el tren y lo alcanzo. Por qué corre para el otro lado el abuelo, por qué se escapa con el sombrero de paja, la pandorga, la liñada y la honda. No se vaya solo abuelo, espéreme. Juntos como siempre. No me haga caso cuando lo reto si es en broma, si usted me falta yo me muero abuelo. . , Se me pierde, por favor, atájenlo al abuelo.
No, no puede ser. ¿Y el abueto7 ¿Se fue? Y se fue no más.
Abuelo falluto, abuelo chambón. Dé gracias que no está la Nona.
Mateo Booz, Bajo el seudónimo de Mateo Booz, escribía Miguel Ángel Correa, quien era nacido en la ciudad de Rosario (Pcia. de Santa Fe) en 1881. Fue periodista, escritor y político. Sus obras más conocidas son: "Aleluyas del Brigadier" (1936), "Soldados y almaceneros", "Aquella noche de Corpus" (1942), "El tropel" (1932), "La ciudad cambió de voz" (1938), "Gente del litoral" (1944), "Tres lagunas" 1953) y "Santa Fe, mi País", libro de cuentos del que se reproduce el siguiente texto.
LAS VACAS DE SAN ANTONIO (Santa Fe)
Lindauro Gavilán miró a su mujer, que velaba junto al catre. -Bueno, Dositea -habló el hombre, apoyando las manos en la lona y alzando el cráneo en actitud de yacaré-, no es ya para mí la luz del día viniente. Y antes de que la vida se me vaya, quiero decirte que si no te dejo ni un cobre, te dejo algo que vale mucho más y has..de hallarlo dentro de mi tirador.
-No desvaríes, Lindauro. ¿De ande sacás que te vas a morir? -rechazó ella con la voz acongojada.
-Yo lo sé seguro... Pero no se aflija, mi vieja. Ya me ve a mí muy sosegado. Esto no es lo fiero que pinta la gente floja. Lindauro Gavilán sonrió, y al sonreír lerebrillaron los dientes entre la madeja de las barbas tenebrosas. En seguida acomodó la cabeza greñuda en la carona arrollada, igual que se acomodaba sobre su pingo para los viajes largos, y sólo se oyó en la pieza la respiración hiposa de la cuidadora y los bullicios del campo, anunciadores del alba inminente.
Sin mudar de postura ni abrir los ojos, Lindauro GaviIán cesó de existir. El resplandor de la aurora subía lentamente, en ese momento, por los adobes de la pieza, y se asfixiaba la llama humeante del velón.
Dositea Gavilán, abrazada al difunto gimió y lloró, bajo la mirada atónita de su hija Primitiva, una chinita de diez años que, despertada súbitamente, erguía el busto con un codo clavado en la cuja. -¿Y tata? -inquirió la chinita.
-Finó, pues -repuso, lacónica, la madre.
Afluyó gente de la vecindad. Las mujeres plañeron y los hombres elogiaron las virtudes del muerto y de una caña paraguaya, reservada para las grandes ocasiones. Al día siguiente fue el entierro.
Mal ceño ofrecía la vida a Dositea; mas ella estaba hecha a las adversidades de la fortuna. Mucho le tocó sufrir en este mundo. Lindauro Gavilán, trabajador, no siempre encontraba conchabo en los obrajes. Solía chuparse, como todos los hombres de su condición, y tenía mala bebida- Únicamente así se decidía a aporrear a las personas que más amaba.
Cierta vez, calentándose el garguero en una pulpería de Caraguatay, despancijó al capataz de una caravana de cachapés. Todos pensaban que Gavilán, sin padrinos, se pudriría en la cárcel santafesina; pero a los cuatro meses -inacabables y penosos para Dositea- reapareció por el pago, con el talante de costumbre.
Porque Lindauro Gavilán salía siempre parado de las situaciones más apremiantes. Según las trazas -y alguna vez él lo pregonó-, una voluntad misteriosa vigilaba y protegía sus pasos.
La propia confianza en la benignidad del destino impidió que lo atribularan mucho las contrariedades del vivir y que temiera los lances arriesgados. Así gozó fama en todo el distrito de Santa Lucía de hombre macho, la fama que más se estima en la región.
Francamente, Dositea no advirtió, sino dos días después de sepultado el cadáver y apaciguadas las tormentas de su Corazón, el deseo de buscar el tirador de Gavilán.
El tirador, de cuerdo crudo de vaquillona, pendía de un horcón con sus hebillas oxidadas, y en los bolsillos sólo descubrió Dositea unos botones de hueso, una ficha de La Forestal y unas plumas de ñacurutú que Lindauro usaba para hurgarse las orejas.
Todo eso era, por cierto, insignificante cosa. Y la desilusión le grababa un gesto displicente, cuando notó un bulto en la parte trasera del tirador. Lo descosió y fue a dar con un rollo de estraza, envoltura de lo que Lindauro Gavilán, listo para entregar su alma, le anunció como la mejor herencia: una figurita de pasta de San Antonio, no mayor de un jeme, desteñida y achatada por algún golpe la nariz.
La viuda contempló la imagen en la palma de la mano. La luz ruda del día no privaba a San Antonio del prestigio de la penumbra, y, viéndole una aureola de milagro, su nueva dueña vibraba de emoción como un alambre en el viento.
Ahora comprendía cuál era la secreta y arcana voluntad que amparó a Lindauro, otorgándole al fin una muerte calmosa, sin dolores ni malas palabras.
-A mí también has de ayudarme, santito lindo, santito bueno -murmuró Dositea-. Y yo te he de cuidar bien, y te encenderé siempre una luz, y te haré unas velaciones, y toda la gente piadosa de Santa Lucía te rezará con devoción y traerá limosnas, y vos, santito lindo, santito bueno, has de saber corresponder y servir según lo hiciste con Gavilán. que tanto te quería.
Rápidamente se supo en aquella zona del departamento Vera que la Gavilán poseía un San Antonio milagroso. La noticia alcanzó a los más intrincados rincones de las selvas, y de allá venían los promesantes, sangrando las caras por el aguijón de las sabandijas, para impetrar del santo algún beneficio y dejar en el platillo de los óbolos unas chirolas.
Dosítea costeó con las limosnas unas velaciones. A la presencia de la imagen se bailaba, bebía y churrasqueaba. Una orquesta de acordeón, tambor y guitarra atacaba polcas y mazurcas. Las reuniones pasaban del amanecer, a cuya hora unos devotos se iban y otros se tumbaban vencidos por el sueño, el alcohol y la fatiga, en los rincones de sombra.
Comentábanse los prodigios del San Antonio de la Gavilán. Por su intercesión había encontrado novio una vejancona de la otra banda del arroyo, La Sarnosita, y Tiburcio Riquelme, contratista de un obraje de los contornos, había recibido, después de quince años de silencio, una carta de su hijo mayor, fechada en Valparaíso.
Acrecentábase día a día la fe en los poderes sobrenaturales de la imagen. Y era, sin duda, en el corazón de Dositea Gavilán donde esa fe se amarraba más fuertemente.
A cierto hacendado del lugar le robaron por entonces una tropa de bueyes. Las diligencias policiales fracasaban. El damnificado prometió regalarle a San Antonio una vaca con crías si le indicaba el camino de los cuatreros.
Dositea Gavilán se humilló ante el santo.
-Sé condescendiente, San Antonio; sé gaucho, San Antonio; contáme para dónde han agarrado esos bandidos con la tropa; si me lo decís te daré una velación como nunca te has pensado; y si sos curtido y te empacás en no decir, voy a ponerte a obscuras y en penitencia contra la pared. Vamos a ver, santito bueno, santito lindo...
Y la mujer corrió, gritando y aspando los brazos: San Antonio, con una inclinación de cabeza, le había señalado el norte, rumbo directo al fortín de Guaycurú, Y dos días más tarde fue secuestrada la hacienda y presos los malhechores en una picada del monte, próxima a aquel fortín.
Esto multiplicó la confianza pública en la capacidad milagrosa del santo; y el hacendado hizo efectiva la ofrenda prometida.
A la vuelta de algunos años la vaca con crías se convirtió en un puñado de reses que pastaban por aquellos predios y que todo el mundo conocía por "las vacas de San Antonio".
Con la huelga revoltosa y sangrienta de La Forestal sobrevino allí una época de hambre. Parado el trabajo de los hacheros y amenazados los comerciantes por una sublevación obrera, cada cual debía proveer a sus necesidades con los métodos más primitivos.
Se carneaban entonces las haciendas ajenas; pero nadie osó sacrificar las vacas de San Antonio, las únicas que en todo el distrito escaparon a la hecatombe.
Uno solo, sí, de esos anímales sucumbió en circunstancias adecuadas para excitar la imaginación de los vecinos.
Por allí pasaba en esos días, humeando y silbando, con un vagoncito a la rastra, una pequeña locomotora de La Forestal, cuya línea económica se prolongaba hasta el lejano fortín Olmos. En ese tren se descubrían las gorras y los caños de los Winchesters de la gendarmería volante.
Y un torete guampudo, de San Antonio, saltó de improviso a los rieles. La locomotora, sin tiempo de frenar, quedó ruedas arriba, despidiendo turbonadas de vapor, mientras el vagoncito se abría y echaba de su seno las provisiones destinadas a los puestos de La Forestal avanzados entre los dos fortines.
El retén, un tanto desconcertado por el accidente, no supo impedir que esos comestibles desaparecieran como por ensalmo entre las ropas del mujerío que surgió de todos los rincones.
El desgraciado suceso se interpretó como una prueba de que el San Antonio de la Gavilán se ponía del lado de los huelguistas.
Transcurrieron unos años más. Primitiva se espigó y, en una de las velaciones, echó novio, un paraguayito, peón de obraje. Dosítea se mostró conforme, pero advirtió a su hija: -¡Encomendáte a Dios si sé algo malo! ¡Qué cosas mama! -replicó la moza.
Pero meses después Dositea, recelosa, pidió a San Antonio, que todo sabia y todo veía, la sacara de duda. San Antonio le hizo un signo irrecusable; y hosca y armada de un arreador se fue al monte con Primitiva. Y como Primitiva se obstinara en negar, la desvistió, y a cada guascazo que le mandaba con el arreador le decía: -¡Confesá! ¡Confesá! ¡Confesá!...
Y finalmente, al rigor del castigo, confesó. Después de este episodio, Primitiva huyó en unión del paraguayito. Ahora viven en Colmena.
Dositea Gavilán habitaba sola su rancho. Ya hacía varios años de la muerte de Lindauro y cuatro meses que Primitiva levantó el vuelo. En el platillo de San Antonio siempre caían monedas y mugrientos papeles de a peso, que no faltaron ni en épocas de mayor escasez, según fueron los días sombríos de la gran huelga de La Forestal.
Las limosnas las invertía Dositea escrupulosamente en los servicios del culto. Y así las velaciones se efectuaban cada vez a más cortos intervalos, con abundancia de beberaje. Las reses para esas fiestas había que comprarlas o esperar que algún devoto pudiente las donara. Alguien propuso carnear con ese destino las vacas de San Antonio; pero cometería sacrilegio quien tocara a esos animales con su cuchillo. El jefe del apeadero ferroviario sostenía, socarrón, que si la peste no diezmaba esas vacas, San Antonio tendría, con el andar del tiempo, un rodeo tan populoso que rasaría los pastos de todo el norte santafesino.
También con las limosnas había adquirido unos bramantes, a guisa de manteles litúrgicos, y unos floreros de vidrio rizado que improvisaban a la imagen un retablo. Pero la racha próspera de San Antonio no alcanzaba a su custodia.
Dositea Gavilán sabía pelear con el hambre. Nada para entretener el estómago como los cimarrones, y sorbiendo la bombilla pasaba días tras días. Verdad que en las velaciones de San Antonio se procuraba un desquite, churrasqueando fuerte, ingiriéndose, a título de bajativos , innúmeros vasos de caña.
Por entonces recibió una carta, acaso la primera de su vida. Se la leyó el jefe del apeadero ferroviario. En ella Primitiva le pedía veinte pesos para pagar a la curandera de Colmena, que la atendería en el trance inmediato.
-¡Delicada la chinita! -rezongó Dositea Gavilán-. Yo nunca necesité ayuda en esos apuros.
Pero pronto, recordando el trabajo que le dio la crianza de Primitiva y aceptando lo severa que estuvo ella con su hija, reaccionó, tocada por la emoción maternal. Había que mandarle no más ese dinero, no fuese el diablo que las cosas se presentasen atravesadas.
¿Pero cómo reunirlo cuando no disponía de un centavo ni de quién se lo prestara?
Sin embargo, juzgaba indispensable socorrer a Primitiva; y presentía que, sin esa plata, su hija perecería al igual de tantas mujeres que enterraron con sus recién nacidos.
Recurrió, como en sus vicisitudes y conflictos, a San Antonio. San Antonio permaneció esta vez inmóvil en el retablo, sordo a los ruegos de la cuitada.
-Aunque vos me los mezquinés -notificó al fin Dositea, incorporándose con continente resuelto-, he de juntarme, así sea ratereando, los pesos que necesita Primitiva.
Y al pronunciar estas palabras, la vista de la mujer fue al platillo de los óbolos. Pero los óbolos no alcanzaban a la cantidad que ella quería. Otro pensamiento temerario viboreó en su espíritu.
Esa misma mañana salió para el campo, y a la hora regresó cabestreando una vaca. Con la res se fue a la casa de un nuevo carnicero de Santa Lucía, San Antonio, San Antoñito -imploró luego, prosternándose ante el retablo-, no te calentés porque haya vendido una vaca de las tuyas. ¿Qué te hace?... Estos veinte pesos son para la pobre Primitiva y estos otros veinte para bolichear. Y te prometo, santito bueno, santito gaucho, que no perderás nada; con esta plata y la que gane te haré una velacìón como no se ha visto nunca. ¡Tené paciencia!
Cercano al mediodía, Dosìtea Gavìlán salió de su rancho, después de trancar las puertas, como para una ausencia larga.
Al jefe del apeadero entregó los fondos que debía remitir por el tren de la una a Primitiva, en Colmena; y cumplida esta diligencia compró al turco Kaplán veinte pesos de yerba, azúcar, caña, velas, tabaco... que colocaría a doble precio por los ranchos y obrajes del distrito. Eso era bolichear.
Entró al camposanto. Un escalofrío le vino con la idea macabra de que los túmulos los levantaban los mismos muertos, a fuerza de hombro, desde abajo, pujando por huir.
Junto a la cruz de palo de Lindauro encendió dos velas de sebo. Humillada, rezó unas avemarías, reclamando los buenos oficios del difunto para abonanzar a San Antonio, si estaba éste enojado por la conducta de su cuidadora.
Momentos después iba por el camino polvoroso, pisando su sombra circular, como sobre una bandeja negra, El sol estival enervaba el paisaje. Y la mujer -al hombro el atadijo de sus artículos- marchaba en procura de los montes, pues sólo era posible bolichear lejos de poblaciones y pulperías.
Pasaron ocho días sofocantes, plúmbleos, radiosos, según son los días de diciembre en el norte santafesino.
Y a las luces postreras de un crepúsculo, los montes, ya tenebrosos, devolvieron a la vieja que fue a bolichear.
Dositea había enajenado toda su carga. La excursión fue fatigosa. Transitó por las abras, aventurándose a veces, para economizar trayecto, en espesuras, preñadas de peligros insidiosos. Hacía noche en las viviendas de los peones o bajo la fronda de los quebrachos, cuidándose de las víboras y arañas ponzoñosas,
Traía más de cuarenta pesos y un paquete de cirios de iglesia, que por milagro tenía un obrajero, y que encendería a los pies de San Antonio.
En torno suyo la noche se adensaba,y la ceñía como un agua de pantano. El farol rojo del apeadero de Santa Lucía brillaba a lo lejos; y caminó, ansiosa de llegar, tropezando sus pies doloridos en troncos y tacurúes.
Cruzó el caserío de Santa Lucía. El resplandor de los velones mostraba a las mujeres trasegando con las ollas, y a los hombres, inmóviles, avivando, a momentos, el ascua de sus cigarros. No se oía, como otras veces, el resoplar de algún acordeón y la bulla de conversaciones. Hasta los perros parecían concertados para no romper el silencio campesino.
Dositea se deslizaba entre las sombras, acuciada por el deseo de ponerse pronto en presencia de su santo.
Unos muchachitos que venían por el sendero gritaron, dándose a la fuga: -¡La Gavilán! Dositea, molesta, sin detener el paso, murmuró: -Muchachitos zonzos. ¿Qué se habrán pensado?
Entró a su rancho. Ardieron luego los cirios alrededor de San Antonio, colmado éste de oropeles y ofrendas.
-Ya estoy de vuelta, mi santito gaucho. ¿Cierto que no te has retobado? Vos sabías mi buena intención: ayudar a Primitiva que es mi hija y necesitaba unos pesos para la curandera. De no, yo nunca hubiese hecho eso. Y vos has sido condescendiente y me facilitaste el bolicheo. Por eso voy a quererte hasta la hora de morir, igual que te quiso Lindauro. De veras que patié mucho y me fregué mucho; pero vendí todo y aquí traigo la plata. ¡Vas a ver qué velación! Habrá música y caña de primera; y para bailar y agasajarte vendrá la gente del distrito y de los fortines. La velación va a durar hasta que caigan todos rendidos aquí mismo.
Dositea, junto al retablo, proseguía su soliloquio, venciéndola ya el sueño y la fatiga de la dura jornada.
Y entretanto, en la quietud de las praderas dormidas crecía el rumor de una multitud de pasos y de un bronco vocerío de sublevación rural.
Y un grupo de hombres y mujeres de ademanes y carátulas trágicas irrumpió en la morada de Dositea Gavilán. Unos esgrimían palos; otros machetes de leñeros.
-¡Aquí está la Gavilán! -¡Vieja bruja! -¡Vieja bandida! -¡Ahora las vas a pagar!
Dositea miró, más azorada que medrosa, a los invasores de su rancho, -¿Qué quieren? -preguntó, irguiéndose. -Vos vendiste una vaca de San Antonio.
-¡ Y ya San Antonio, que es más bueno que ustedes, me ha perdonado. -Mentira. ¡Qué va a perdonarte!... Y todos los que comieron de esa vaca ya finaron, uno a uno.
Y otras voces plañeron: -Y murió mi hijo. -Y murió mi marido. -Y murió mi querer. -Y el carnicero ya está agonizando.
Y un grito de iracundo sarcasmo: -¡Y vive todavía esta vieja maldita! Algunos brazos se levantaron contorsionados, poniendo en los adobes, proyectados por las luces votivas, unos sombrajos de desesperación o de amenaza. La mujer miró al santo y creyéndolo ofendido y creyéndose asistida por los poderes de él, cobró valor.
-Váyanse de mi casa, ahora mismito si no quieren que mi santo enojado, se baje y los corra a azotes. ¡Váyanse! ¡Váyanse! ¡Desalmados!
Una mano más audaz saltó y se crispó sobre la garganta de la mujer. Dositea Gavilán estertoró revoleó los ojos dilatados y, al aflojarse la garra que la apresaba, se derrumbó y batió la cabeza en el retablo con el ruido seco del fantoche.
A esta sazón, los campesinos comprendieron que San Antonio manifestaba su cólera: una llamarada subía crepitante y cárdena, acaso para castigar, como espada angélica, a los sacrílegos.
Y todos, con espanto religioso, retrocedieron tumultuosamente.
Huían; y volviendo las faces, veían aterrorizados cómo la hoguera se agrandaba. Nutríase el fuego con el rancho, el retablo y el cadáver de Dositea Gavilán y, devorándolos, los purificaba. Esa noche falleció el carnicero de Santa Lucía. El médico que vino de Jobson certificó el deceso por carbunclo. Igual que todos los clientes que comieron de la vaca de San Antonio.
LAS VACAS DE SAN ANTONIO (Santa Fe)
Lindauro Gavilán miró a su mujer, que velaba junto al catre. -Bueno, Dositea -habló el hombre, apoyando las manos en la lona y alzando el cráneo en actitud de yacaré-, no es ya para mí la luz del día viniente. Y antes de que la vida se me vaya, quiero decirte que si no te dejo ni un cobre, te dejo algo que vale mucho más y has..de hallarlo dentro de mi tirador.
-No desvaríes, Lindauro. ¿De ande sacás que te vas a morir? -rechazó ella con la voz acongojada.
-Yo lo sé seguro... Pero no se aflija, mi vieja. Ya me ve a mí muy sosegado. Esto no es lo fiero que pinta la gente floja. Lindauro Gavilán sonrió, y al sonreír lerebrillaron los dientes entre la madeja de las barbas tenebrosas. En seguida acomodó la cabeza greñuda en la carona arrollada, igual que se acomodaba sobre su pingo para los viajes largos, y sólo se oyó en la pieza la respiración hiposa de la cuidadora y los bullicios del campo, anunciadores del alba inminente.
Sin mudar de postura ni abrir los ojos, Lindauro GaviIán cesó de existir. El resplandor de la aurora subía lentamente, en ese momento, por los adobes de la pieza, y se asfixiaba la llama humeante del velón.
Dositea Gavilán, abrazada al difunto gimió y lloró, bajo la mirada atónita de su hija Primitiva, una chinita de diez años que, despertada súbitamente, erguía el busto con un codo clavado en la cuja. -¿Y tata? -inquirió la chinita.
-Finó, pues -repuso, lacónica, la madre.
Afluyó gente de la vecindad. Las mujeres plañeron y los hombres elogiaron las virtudes del muerto y de una caña paraguaya, reservada para las grandes ocasiones. Al día siguiente fue el entierro.
Mal ceño ofrecía la vida a Dositea; mas ella estaba hecha a las adversidades de la fortuna. Mucho le tocó sufrir en este mundo. Lindauro Gavilán, trabajador, no siempre encontraba conchabo en los obrajes. Solía chuparse, como todos los hombres de su condición, y tenía mala bebida- Únicamente así se decidía a aporrear a las personas que más amaba.
Cierta vez, calentándose el garguero en una pulpería de Caraguatay, despancijó al capataz de una caravana de cachapés. Todos pensaban que Gavilán, sin padrinos, se pudriría en la cárcel santafesina; pero a los cuatro meses -inacabables y penosos para Dositea- reapareció por el pago, con el talante de costumbre.
Porque Lindauro Gavilán salía siempre parado de las situaciones más apremiantes. Según las trazas -y alguna vez él lo pregonó-, una voluntad misteriosa vigilaba y protegía sus pasos.
La propia confianza en la benignidad del destino impidió que lo atribularan mucho las contrariedades del vivir y que temiera los lances arriesgados. Así gozó fama en todo el distrito de Santa Lucía de hombre macho, la fama que más se estima en la región.
Francamente, Dositea no advirtió, sino dos días después de sepultado el cadáver y apaciguadas las tormentas de su Corazón, el deseo de buscar el tirador de Gavilán.
El tirador, de cuerdo crudo de vaquillona, pendía de un horcón con sus hebillas oxidadas, y en los bolsillos sólo descubrió Dositea unos botones de hueso, una ficha de La Forestal y unas plumas de ñacurutú que Lindauro usaba para hurgarse las orejas.
Todo eso era, por cierto, insignificante cosa. Y la desilusión le grababa un gesto displicente, cuando notó un bulto en la parte trasera del tirador. Lo descosió y fue a dar con un rollo de estraza, envoltura de lo que Lindauro Gavilán, listo para entregar su alma, le anunció como la mejor herencia: una figurita de pasta de San Antonio, no mayor de un jeme, desteñida y achatada por algún golpe la nariz.
La viuda contempló la imagen en la palma de la mano. La luz ruda del día no privaba a San Antonio del prestigio de la penumbra, y, viéndole una aureola de milagro, su nueva dueña vibraba de emoción como un alambre en el viento.
Ahora comprendía cuál era la secreta y arcana voluntad que amparó a Lindauro, otorgándole al fin una muerte calmosa, sin dolores ni malas palabras.
-A mí también has de ayudarme, santito lindo, santito bueno -murmuró Dositea-. Y yo te he de cuidar bien, y te encenderé siempre una luz, y te haré unas velaciones, y toda la gente piadosa de Santa Lucía te rezará con devoción y traerá limosnas, y vos, santito lindo, santito bueno, has de saber corresponder y servir según lo hiciste con Gavilán. que tanto te quería.
Rápidamente se supo en aquella zona del departamento Vera que la Gavilán poseía un San Antonio milagroso. La noticia alcanzó a los más intrincados rincones de las selvas, y de allá venían los promesantes, sangrando las caras por el aguijón de las sabandijas, para impetrar del santo algún beneficio y dejar en el platillo de los óbolos unas chirolas.
Dosítea costeó con las limosnas unas velaciones. A la presencia de la imagen se bailaba, bebía y churrasqueaba. Una orquesta de acordeón, tambor y guitarra atacaba polcas y mazurcas. Las reuniones pasaban del amanecer, a cuya hora unos devotos se iban y otros se tumbaban vencidos por el sueño, el alcohol y la fatiga, en los rincones de sombra.
Comentábanse los prodigios del San Antonio de la Gavilán. Por su intercesión había encontrado novio una vejancona de la otra banda del arroyo, La Sarnosita, y Tiburcio Riquelme, contratista de un obraje de los contornos, había recibido, después de quince años de silencio, una carta de su hijo mayor, fechada en Valparaíso.
Acrecentábase día a día la fe en los poderes sobrenaturales de la imagen. Y era, sin duda, en el corazón de Dositea Gavilán donde esa fe se amarraba más fuertemente.
A cierto hacendado del lugar le robaron por entonces una tropa de bueyes. Las diligencias policiales fracasaban. El damnificado prometió regalarle a San Antonio una vaca con crías si le indicaba el camino de los cuatreros.
Dositea Gavilán se humilló ante el santo.
-Sé condescendiente, San Antonio; sé gaucho, San Antonio; contáme para dónde han agarrado esos bandidos con la tropa; si me lo decís te daré una velación como nunca te has pensado; y si sos curtido y te empacás en no decir, voy a ponerte a obscuras y en penitencia contra la pared. Vamos a ver, santito bueno, santito lindo...
Y la mujer corrió, gritando y aspando los brazos: San Antonio, con una inclinación de cabeza, le había señalado el norte, rumbo directo al fortín de Guaycurú, Y dos días más tarde fue secuestrada la hacienda y presos los malhechores en una picada del monte, próxima a aquel fortín.
Esto multiplicó la confianza pública en la capacidad milagrosa del santo; y el hacendado hizo efectiva la ofrenda prometida.
A la vuelta de algunos años la vaca con crías se convirtió en un puñado de reses que pastaban por aquellos predios y que todo el mundo conocía por "las vacas de San Antonio".
Con la huelga revoltosa y sangrienta de La Forestal sobrevino allí una época de hambre. Parado el trabajo de los hacheros y amenazados los comerciantes por una sublevación obrera, cada cual debía proveer a sus necesidades con los métodos más primitivos.
Se carneaban entonces las haciendas ajenas; pero nadie osó sacrificar las vacas de San Antonio, las únicas que en todo el distrito escaparon a la hecatombe.
Uno solo, sí, de esos anímales sucumbió en circunstancias adecuadas para excitar la imaginación de los vecinos.
Por allí pasaba en esos días, humeando y silbando, con un vagoncito a la rastra, una pequeña locomotora de La Forestal, cuya línea económica se prolongaba hasta el lejano fortín Olmos. En ese tren se descubrían las gorras y los caños de los Winchesters de la gendarmería volante.
Y un torete guampudo, de San Antonio, saltó de improviso a los rieles. La locomotora, sin tiempo de frenar, quedó ruedas arriba, despidiendo turbonadas de vapor, mientras el vagoncito se abría y echaba de su seno las provisiones destinadas a los puestos de La Forestal avanzados entre los dos fortines.
El retén, un tanto desconcertado por el accidente, no supo impedir que esos comestibles desaparecieran como por ensalmo entre las ropas del mujerío que surgió de todos los rincones.
El desgraciado suceso se interpretó como una prueba de que el San Antonio de la Gavilán se ponía del lado de los huelguistas.
Transcurrieron unos años más. Primitiva se espigó y, en una de las velaciones, echó novio, un paraguayito, peón de obraje. Dosítea se mostró conforme, pero advirtió a su hija: -¡Encomendáte a Dios si sé algo malo! ¡Qué cosas mama! -replicó la moza.
Pero meses después Dositea, recelosa, pidió a San Antonio, que todo sabia y todo veía, la sacara de duda. San Antonio le hizo un signo irrecusable; y hosca y armada de un arreador se fue al monte con Primitiva. Y como Primitiva se obstinara en negar, la desvistió, y a cada guascazo que le mandaba con el arreador le decía: -¡Confesá! ¡Confesá! ¡Confesá!...
Y finalmente, al rigor del castigo, confesó. Después de este episodio, Primitiva huyó en unión del paraguayito. Ahora viven en Colmena.
Dositea Gavilán habitaba sola su rancho. Ya hacía varios años de la muerte de Lindauro y cuatro meses que Primitiva levantó el vuelo. En el platillo de San Antonio siempre caían monedas y mugrientos papeles de a peso, que no faltaron ni en épocas de mayor escasez, según fueron los días sombríos de la gran huelga de La Forestal.
Las limosnas las invertía Dositea escrupulosamente en los servicios del culto. Y así las velaciones se efectuaban cada vez a más cortos intervalos, con abundancia de beberaje. Las reses para esas fiestas había que comprarlas o esperar que algún devoto pudiente las donara. Alguien propuso carnear con ese destino las vacas de San Antonio; pero cometería sacrilegio quien tocara a esos animales con su cuchillo. El jefe del apeadero ferroviario sostenía, socarrón, que si la peste no diezmaba esas vacas, San Antonio tendría, con el andar del tiempo, un rodeo tan populoso que rasaría los pastos de todo el norte santafesino.
También con las limosnas había adquirido unos bramantes, a guisa de manteles litúrgicos, y unos floreros de vidrio rizado que improvisaban a la imagen un retablo. Pero la racha próspera de San Antonio no alcanzaba a su custodia.
Dositea Gavilán sabía pelear con el hambre. Nada para entretener el estómago como los cimarrones, y sorbiendo la bombilla pasaba días tras días. Verdad que en las velaciones de San Antonio se procuraba un desquite, churrasqueando fuerte, ingiriéndose, a título de bajativos , innúmeros vasos de caña.
Por entonces recibió una carta, acaso la primera de su vida. Se la leyó el jefe del apeadero ferroviario. En ella Primitiva le pedía veinte pesos para pagar a la curandera de Colmena, que la atendería en el trance inmediato.
-¡Delicada la chinita! -rezongó Dositea Gavilán-. Yo nunca necesité ayuda en esos apuros.
Pero pronto, recordando el trabajo que le dio la crianza de Primitiva y aceptando lo severa que estuvo ella con su hija, reaccionó, tocada por la emoción maternal. Había que mandarle no más ese dinero, no fuese el diablo que las cosas se presentasen atravesadas.
¿Pero cómo reunirlo cuando no disponía de un centavo ni de quién se lo prestara?
Sin embargo, juzgaba indispensable socorrer a Primitiva; y presentía que, sin esa plata, su hija perecería al igual de tantas mujeres que enterraron con sus recién nacidos.
Recurrió, como en sus vicisitudes y conflictos, a San Antonio. San Antonio permaneció esta vez inmóvil en el retablo, sordo a los ruegos de la cuitada.
-Aunque vos me los mezquinés -notificó al fin Dositea, incorporándose con continente resuelto-, he de juntarme, así sea ratereando, los pesos que necesita Primitiva.
Y al pronunciar estas palabras, la vista de la mujer fue al platillo de los óbolos. Pero los óbolos no alcanzaban a la cantidad que ella quería. Otro pensamiento temerario viboreó en su espíritu.
Esa misma mañana salió para el campo, y a la hora regresó cabestreando una vaca. Con la res se fue a la casa de un nuevo carnicero de Santa Lucía, San Antonio, San Antoñito -imploró luego, prosternándose ante el retablo-, no te calentés porque haya vendido una vaca de las tuyas. ¿Qué te hace?... Estos veinte pesos son para la pobre Primitiva y estos otros veinte para bolichear. Y te prometo, santito bueno, santito gaucho, que no perderás nada; con esta plata y la que gane te haré una velacìón como no se ha visto nunca. ¡Tené paciencia!
Cercano al mediodía, Dosìtea Gavìlán salió de su rancho, después de trancar las puertas, como para una ausencia larga.
Al jefe del apeadero entregó los fondos que debía remitir por el tren de la una a Primitiva, en Colmena; y cumplida esta diligencia compró al turco Kaplán veinte pesos de yerba, azúcar, caña, velas, tabaco... que colocaría a doble precio por los ranchos y obrajes del distrito. Eso era bolichear.
Entró al camposanto. Un escalofrío le vino con la idea macabra de que los túmulos los levantaban los mismos muertos, a fuerza de hombro, desde abajo, pujando por huir.
Junto a la cruz de palo de Lindauro encendió dos velas de sebo. Humillada, rezó unas avemarías, reclamando los buenos oficios del difunto para abonanzar a San Antonio, si estaba éste enojado por la conducta de su cuidadora.
Momentos después iba por el camino polvoroso, pisando su sombra circular, como sobre una bandeja negra, El sol estival enervaba el paisaje. Y la mujer -al hombro el atadijo de sus artículos- marchaba en procura de los montes, pues sólo era posible bolichear lejos de poblaciones y pulperías.
Pasaron ocho días sofocantes, plúmbleos, radiosos, según son los días de diciembre en el norte santafesino.
Y a las luces postreras de un crepúsculo, los montes, ya tenebrosos, devolvieron a la vieja que fue a bolichear.
Dositea había enajenado toda su carga. La excursión fue fatigosa. Transitó por las abras, aventurándose a veces, para economizar trayecto, en espesuras, preñadas de peligros insidiosos. Hacía noche en las viviendas de los peones o bajo la fronda de los quebrachos, cuidándose de las víboras y arañas ponzoñosas,
Traía más de cuarenta pesos y un paquete de cirios de iglesia, que por milagro tenía un obrajero, y que encendería a los pies de San Antonio.
En torno suyo la noche se adensaba,y la ceñía como un agua de pantano. El farol rojo del apeadero de Santa Lucía brillaba a lo lejos; y caminó, ansiosa de llegar, tropezando sus pies doloridos en troncos y tacurúes.
Cruzó el caserío de Santa Lucía. El resplandor de los velones mostraba a las mujeres trasegando con las ollas, y a los hombres, inmóviles, avivando, a momentos, el ascua de sus cigarros. No se oía, como otras veces, el resoplar de algún acordeón y la bulla de conversaciones. Hasta los perros parecían concertados para no romper el silencio campesino.
Dositea se deslizaba entre las sombras, acuciada por el deseo de ponerse pronto en presencia de su santo.
Unos muchachitos que venían por el sendero gritaron, dándose a la fuga: -¡La Gavilán! Dositea, molesta, sin detener el paso, murmuró: -Muchachitos zonzos. ¿Qué se habrán pensado?
Entró a su rancho. Ardieron luego los cirios alrededor de San Antonio, colmado éste de oropeles y ofrendas.
-Ya estoy de vuelta, mi santito gaucho. ¿Cierto que no te has retobado? Vos sabías mi buena intención: ayudar a Primitiva que es mi hija y necesitaba unos pesos para la curandera. De no, yo nunca hubiese hecho eso. Y vos has sido condescendiente y me facilitaste el bolicheo. Por eso voy a quererte hasta la hora de morir, igual que te quiso Lindauro. De veras que patié mucho y me fregué mucho; pero vendí todo y aquí traigo la plata. ¡Vas a ver qué velación! Habrá música y caña de primera; y para bailar y agasajarte vendrá la gente del distrito y de los fortines. La velación va a durar hasta que caigan todos rendidos aquí mismo.
Dositea, junto al retablo, proseguía su soliloquio, venciéndola ya el sueño y la fatiga de la dura jornada.
Y entretanto, en la quietud de las praderas dormidas crecía el rumor de una multitud de pasos y de un bronco vocerío de sublevación rural.
Y un grupo de hombres y mujeres de ademanes y carátulas trágicas irrumpió en la morada de Dositea Gavilán. Unos esgrimían palos; otros machetes de leñeros.
-¡Aquí está la Gavilán! -¡Vieja bruja! -¡Vieja bandida! -¡Ahora las vas a pagar!
Dositea miró, más azorada que medrosa, a los invasores de su rancho, -¿Qué quieren? -preguntó, irguiéndose. -Vos vendiste una vaca de San Antonio.
-¡ Y ya San Antonio, que es más bueno que ustedes, me ha perdonado. -Mentira. ¡Qué va a perdonarte!... Y todos los que comieron de esa vaca ya finaron, uno a uno.
Y otras voces plañeron: -Y murió mi hijo. -Y murió mi marido. -Y murió mi querer. -Y el carnicero ya está agonizando.
Y un grito de iracundo sarcasmo: -¡Y vive todavía esta vieja maldita! Algunos brazos se levantaron contorsionados, poniendo en los adobes, proyectados por las luces votivas, unos sombrajos de desesperación o de amenaza. La mujer miró al santo y creyéndolo ofendido y creyéndose asistida por los poderes de él, cobró valor.
-Váyanse de mi casa, ahora mismito si no quieren que mi santo enojado, se baje y los corra a azotes. ¡Váyanse! ¡Váyanse! ¡Desalmados!
Una mano más audaz saltó y se crispó sobre la garganta de la mujer. Dositea Gavilán estertoró revoleó los ojos dilatados y, al aflojarse la garra que la apresaba, se derrumbó y batió la cabeza en el retablo con el ruido seco del fantoche.
A esta sazón, los campesinos comprendieron que San Antonio manifestaba su cólera: una llamarada subía crepitante y cárdena, acaso para castigar, como espada angélica, a los sacrílegos.
Y todos, con espanto religioso, retrocedieron tumultuosamente.
Huían; y volviendo las faces, veían aterrorizados cómo la hoguera se agrandaba. Nutríase el fuego con el rancho, el retablo y el cadáver de Dositea Gavilán y, devorándolos, los purificaba. Esa noche falleció el carnicero de Santa Lucía. El médico que vino de Jobson certificó el deceso por carbunclo. Igual que todos los clientes que comieron de la vaca de San Antonio.
Montero Ivalú - Vera Verónica - Yañez Romina - Expresivas II - IFDC Villa Regina (8336)